Querida Cri
Alejandra María Sosa Elízaga*
Tenías 14 años cuando te conocí. Estaba yo recién nacida, la tercera niña y la menor de 5 hermanos. Compartimos este mundo 63 años, y ahora que te me adelantaste en el camino al Cielo quiero agradecerte tanto que no cabe aquí, pero al menos quiero decirte:
Gracias por ser como una mamá para mí: me escuchabas, aconsejabas, corregías, consolabas. A ti te enseñaba mi tarea escolar, aunque solías decirme: ‘vuélvela a hacer, guapita, puedes dar más’ (me decía ‘guapita’ porque de chiquita cantaba una canción de moda en la que el cantante exclamaba enfático al final: ‘¡guapa, guapa, guapa!’).
Gracias por regalarme mi primer libro, ‘El libro de las tierras vírgenes’ de Kipling, que aún conservo. Me enseñaste a amar la lectura y me hiciste voraz lectora como tú. Y gracias porque cuando empezó el libro electrónico me compartiste tu aplicación para que disfrutáramos el poder leer un mismo libro al mismo tiempo.
Gracias porque cuando iba mal en secundaria, fuiste al centro a buscar libros para que disfrutara estudiar (y lo lograste, excepto con matemáticas), y me hospedaste y ayudaste a preparar mis exámenes.
Gracias porque me diste una lata espantosa hasta convencerme de tener computadora. Tenías razón: es utilísima, ya no sabría qué hacer sin ella.
Gracias por tu testimonio de fe, y porque cuando volví a la Iglesia, luego de 9 años alejada, y estaba a punto de irme chueco porque una amiga me dio unos libros de la ‘nueva era’, me regalaste ‘Respuestas, no promesas’, de la madre Angélica, y le diste a mi vida espiritual un ‘volantazo’ en la dirección correcta.
Gracias porque me enseñaste a rezar y a amar el Rosario, y me diste el de anillo, que todavía uso, y me enseñaste a orar y meditar la Liturgia de las Horas.
Gracias, porque cuando empezamos a dar clases de Biblia, fui tu alumna y aunque sabías más que yo, tuviste la humildad de ser la mía.
Gracias por esas riquísimas charlas de madrugada, cuando ambas éramos rete desveladas. Llamabas, preguntabas si estaba dormida, y si te decía que no, nos pasábamos horas charlando: de las cosas de Dios, de los libros que leíamos, de sucesos en el mundo y la familia, de nuestras ‘pato aventuras’ como les decías. Nos edificábamos mutuamente, nos reíamos, disfrutábamos sobre todo compartir la fe. Más de una vez me rescataste de mis desánimos y escrúpulos y me hiciste volver la mirada y el corazón a la misericordia infinita de Dios.
Gracias porque por ti tengo un cuñado, cuatro sobrinos y tres sobrinietos que amo.
Gracias por acompañarme en algunos viajes, eras una copilota estupenda. Sólo me inquietaba cuando decías: ‘ya nos salimos de mi mapa’, porque íbamos por rumbos desconocidos, pero siempre llegamos bien.
Me da tristeza pensar que si de noche suena el teléfono ya no serás tú preguntándome si estoy despierta para platicar, y que si paso frente a tu casa ya no estarás asomada a la ventana lanzándome un beso como los domingos en que te llevaba la Comunión durante la pandemia. Pero aunque ahora fuiste tú la que se salió de mi mapa, estoy tranquila porque sé que no te has salido del mapa de Dios, que estás en Sus manos amorosas, y que mientras llega la feliz hora de nuestro reencuentro, te tengo como fraternal intercesora.