¡Maranathá!
Alejandra María Sosa Elízaga*
Dice un dicho que ‘el que espera, desespera’. Aplica cuando esperamos algo que tarda mucho, o que no sabemos si llegará.
Pero también hay esperas que no desesperan sino regocijan, porque confiamos en que llegará algo o alguien que esperamos con ilusión.
El Adviento, tiempo de cuatro semanas previo a Navidad, es así, una gozosa espera.
En la primera parte, la Iglesia nos recuerda que aguardamos la Segunda Venida de Cristo, cuando regresará Jesús, con gran poder y majestad, rodeado de Sus Ángeles, a juzgar a la humanidad y a determinar dónde pasaremos la eternidad. Será el final de este mundo en el que parece que triunfa el pecado, el egoísmo, la injusticia, la maldad, y en el que aun las alegrías son pasajeras y están necesariamente teñidas de pena pues sabemos, mientras disfrutamos lo que tenemos, que millones de gentes no lo tienen. Esperamos con emoción ese momento en el que podamos por fin ver cara a cara al Señor y ojalá ser dignos de gozar de una felicidad total, que no tendrá final.
Ahora bien, mientras llega ese momento, no hemos de estar en este mundo sólo pasando el tiempo, a ver si llega primero la Segunda Venida de Jesús o nuestra muerte. Hemos de prepararnos lo mejor que podamos. ¿Cómo? Por una parte, esforzándonos por cumplir en todo la voluntad del Señor, con ayuda de Su gracia. Y, por otra, pidiéndole fervientemente que ya venga.
La Iglesia nos invita a orar diciendo: “Maranathá, ¡ven, Señor!” (vocablo arameo, que puede significar ‘el Señor viene’: ‘Maran athá’, o ‘¡ven, Señor!’: ‘Marana thá’). Es en este sentido como aparece al final de la Biblia (ver Ap 22,20), de donde está tomado el ruego que hacemos en Misa después de la Consagración, el cual, según enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, es para pedir “que se apresure el retorno de Cristo” (C.C.E. # 451; 671).
En la segunda parte del Adviento conmemoramos otra venida del Señor: la que sucedió hace alrededor de dos mil años, cuando tanto nos amó el Padre que nos envió a Su Hijo a salvarnos; y tanto nos amó el Hijo que aceptó venir a compartir nuestra condición humana, en todo excepto en el pecado, a solidarizarse hasta el extremo, para librarnos del mal y de la muerte.
Millones de creyentes esperaron durante siglos la venida del Salvador y no llegó en su tiempo. Nosotros tenemos la grandísima bendición de saber que el Salvador es Jesús, y nos regocijamos celebrando esa venida en Navidad (qué pena que hay quien haya acostumbrado a sus niños a esperar la falsa ‘venida’ del tal santa Claus, y conformarse con recibir regalos que caducarán, en lugar de esperar a Aquel que nos regala la vida eterna).
Tenemos, pues, estas dos venidas del Señor. ¿Cómo tenerlas presentes para que iluminen y alegren nuestra espera en este Adviento?
He aquí una propuesta: que en cada uno de los días que restan de aquí a Navidad, incluyamos la palabra ‘Maranathá’ en nuestra oración cotidiana, y la digamos frecuentemente a lo largo del día, como una jaculatoria (oración brevísima, que se dice en una sola emisión de voz, y que según san Francisco de Sales es como un suspiro de amor a Dios). Que la digamos al despertarnos y al acostarnos. Que la incluyamos al final de los Misterios del Rosario. Que, a lo largo de la jornada, la recemos cada vez que nos topemos con situaciones o personas que están muy necesitadas de que el Señor venga a sus corazones. Por ejemplo, al ver en las noticias, a las víctimas de bombardeos, de terremotos, de inundaciones, oremos: ‘¡Maranathá!’. Cuando veamos la violencia y las revueltas que se han desatado en tantos lugares del mundo, oremos: ¡Maranathá!’. Que al ir por la calle y ver a quienes padecen pobreza, injusticia, discriminación, además de hacer lo que podamos por ellos, oremos: ‘¡Maranathá!’ Que al ver cómo políticos poderosos, que se las dan de cristianos, usan su poder para hacer el mal, oremos: ‘¡Maranathá!’. Por nuestros seres queridos pidamos: ‘¡Maranathá!’
Vivamos este Adviento pidiendo fervientemente la venida del Salvador, que venga ya y que llene los corazones de Su paz y de Su amor.