Busca la verdad
Alejandra María Sosa Elízaga*
Agustín es un chavo inquietísimo, interesado en todo, siempre preguntando, investigando. Y quiere encontrar la verdad.
Y no se conforma con las respuestas fáciles de libros de autoayuda, quiere averiguar a fondo, así que empieza a buscar.
Primero busca en la ciencia. Su maestro en la universidad asegura que sólo se puede conocer lo que se ve y compruebe científicamente. De entrada parece razonable. Agustín suele verificarlo todo y no cree en supersticiones. Pero le parece muy limitado sólo conocer lo que se ve, porque gran parte de la realidad no es visible ni medible, pero existe. Como el amor, la amistad, la solidaridad. Así que sigue buscando.
Un amigo le regala una estatuita de Buda y le presta un manual zen. Al inicio le parece atractivo pero eso de desapegarse de todo no va con él, que no puede ni quiere desentenderse del mundo, así que sigue buscando.
Ya entrado en la onda oriental explora el hinduismo. Su guapa vecina lo invita a colorear ‘mandalas’, a hacer yoga; lo lleva a ‘alinearse las chacras’ con piedras calientes y le presta música ‘new age’. Lo exótico lo atrae, pero no puede creer en tener que reencarnar una y otra vez, y no sólo como humano sino como animal, insecto o incluso piedra, sin recordar siquiera que hizo mal en la supuesta vida anterior, para no repetir el error. Y tampoco cree la filosofía ‘nueva era’ según la cual uno es ‘un ser de luz’ y puede superarlo todo por sí mismo (si lo sabrá él que solo no puede dejar atrás cierta adicción). Sigue buscando.
Unos primos lo invitan a su templo. Va y se divierte. Hay buen ambiente, banda de rock, la gente canta, baila, aplaude. Pero al final, es mucho ruido y pocas nueces. Lo único que ofrecen es entretenerlo. Sigue buscando.
En las noches, cuando no puede dormir, ve en la tele a predicadores que como leones enjaulados, caminan de un lado al otro en escenarios de teatros, predicando a gritos promesas de prosperidad. No se deja embaucar. Está bien enterado: allí los únicos que prosperan son los líderes, esquilmando incautos.
Entre tanto su mamá, se angustia viendo que lleva una vida sin Dios y cree en todo y en nada, y pide y pide por él. Sus amigas ya alucinan sus mensajitos de whats app suplicándoles recen por Agustín. Se la pasa subiendo peticiones de oración a páginas católicas que las reenvían a millones. Y hasta se atrevió a espiar a su hijo en Facebook, que cuando se enteró la bloqueó. Se desespera y reza y pide a todos que recen. Tiene cansado al padre de su parroquia. Un sobrino le prometió enseñarla a tuitear, meterla en Instagram, grabarle un tik tok. Ya no sabe qué inventar.
Finalmente un día, de ‘chiripada’ (nombre ‘políticamente correcto’ para las ‘diocidencias’), Agustín topa con un canal en youtube en el que un obispo está hablando como él nunca oyó hablar sobre la fe: con profundidad e inteligencia, proponiendo conceptos que le resultan fascinantes pero también desconcertantes porque le mueven el tapete: los encuentra irrefutables. No quiere seguir oyéndolo, pero sigue. Es que lo que dice es cierto, no lo puede negar, pero le remueve muchas cosas por dentro, lo desinstala, lo incomoda, lo aterra, porque piensa en lo que tendrá que cambiar, y a la vez lo llena de euforia porque capta que su búsqueda llegó a su final. ¡He aquí la verdad!
Esta vez cuando intenta entrar a fondo no topa con pared, puede seguir y seguir y encontrar cada vez nuevas vetas, riquísimas, que explorar. Y algo más, a diferencia de lo que pasó en sus búsquedas anteriores, ahora percibe una Presencia que a la vez que lo inquieta, lo llena de paz. Descubre impactado que ha encontrado la verdad, y la verdad no es algo, es Alguien.
Este Agustín se parece a su tocayo el santo del siglo IV. Ambos buscaban la verdad y parecían perdidos mientras sus madres oraban y lloraban por ellos. Uno se convirtió oyendo las homilías de san Ambrosio, el otro, una charla de Mons. Robert Barron a universitarios. Ambos encontraron lo que anhelaban y volvieron a la fe de su infancia, a la Iglesia Católica, de la cual habían salido, para buscar, qué paradoja, lo que siempre habían tenido.