Ser santos
Alejandra María Sosa Elízaga*
Si tus metas son mediocres, lo que logres también será mediocre.
Hay quien no se plantea metas muy altas por miedo a no alcanzarlas. ¡Se derrota antes de la batalla!
Tú, ¿a qué aspiras?, ¿qué es lo que quisieras lograr?, ¿qué te gustaría ser?
Lo que la gente suele responder muestra que confunde caminos con metas. Habla de formar una familia, estudiar, conseguir cierto trabajo, viajar, etc. Muchos se proponen ser ricos, famosos, poderosos. Pero ésas no son metas, son medios que pueden ayudar o estorbar para alcanzar la única meta a la que todos deberíamos aspirar. ¿Cuál?
Para averiguarlo, lo lógico es consultar a quien nos creó. Así como quien fabrica un artículo sabe mejor que nadie cómo funciona y cuál es el máximo rendimiento que éste puede dar, Dios nuestro Creador, sabe, mejor que nadie qué meta podemos alcanzar.
Nos la dice Jesús : “Sed santos, como Mi Padre Celestial es Santo” (Mt 5, 48).
¿Qué significa ser santo?, ¿qué es la santidad? Lo definió con claridad santo Tomás Aquino: la santidad es la perfección del amor. En otras palabras, la perfecta caridad.
Tiene sentido. Apenas el domingo pasado en Misa escuchábamos a Jesús afirmar en el Evangelio que los dos mandamientos más importantes son amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y toda la mente, y amar al prójimo como a uno mismo (ver Mt 22, 37-40). De hecho Jesús nos dio este mandamiento: “que os améis unos a otros como Yo os he amado” (Jn 13, 34).
Dios nos creó por amor y para amar. Y ya que estamos llamados a amar, la mejor meta que nos podemos plantear es amar lo mejor que podamos, alcanzar la perfección en el amor.
Qué triste conformarnos con amar poco o mal, buscar amar lo mínimo posible, y mucho menos sólo simular que amamos: practicar los remedos que el mundo presenta como amor y que no son más que manipulación, cosificación, explotación del otro, disimulado egoísmo.
Dios nos invita al amor perfecto, a ser santos. Ni más ni menos.
¿Por qué?, ¿qué caso tiene ser santo? No es porque anhelemos que un día nos hagan una estatua y nos pongan en un nicho en una iglesia, sino porque sólo los santos llegarán al Cielo, y porque podremos interceder por otros y servirles de ejemplo para que se animen a ser santos viendo que si pudimos nosotros, también podrán ellos.
Seguramente habrá quien diga: ‘¡újule, es que eso de ser santo está difícil!’, a lo que cabe dar una tranquilizadora respuesta: ‘no te preocupes, no es difícil, es ¡imposible!’
¿Quéé? ¿Cómo es eso tranquilizador? Porque lo que para nosotros es imposible, no lo es para Dios, para Él todo es posible. Y siempre nos capacita para que podamos hacer lo que nos pide. Si nos pide ser santos, nos da lo necesario para lograrlo. Si lo logró con santa María Magdalena, con san Agustín, con tantos otros, ¿no podrá con nosotros?, ¡claro que sí!, pero espera que pongamos nuestra parte.
¿Qué nos toca hacer? Lo primero es desear ser santos. Si ni siquiera lo tenemos como objetivo, jamás lo alcanzaremos. Hemos de quererlo, pedírselo de todo corazón a Dios, y tener la disponibilidad de serlo.
Lo segundo es aprovechar lo que de por sí somos y tenemos. Para ser santos no tenemos que ir lejos ni complicarnos, sólo no dejar pasar las oportunidades que se nos van presentando a cada momento para amar, comprender, perdonar, ayudar. Aguantar con paciencia a ese pariente difícil, conceder ese favor, hacer bien nuestra labor, nos santifica. Seamos solteros o casados, estudiantes, profesionistas, desempleados, sanos o enfermos, como estemos y donde estemos, podemos santificarnos.
También hemos de aprovechar lo que la Iglesia nos ofrece para ser santos: la Confesión y Comunión frecuente, la Hora Santa, leer y reflexionar la Palabra de Dios, orar (recordemos el ‘kit para ser santo’ que proponía el beato Carlo Acutis).
Y por último hemos de anticiparnos, preguntarnos: ¿qué resultará, de esto que estoy pensando, diciendo, haciendo? ¿ayudará o estorbará a mi santidad?
La meta es muy alta, sí, pero con la gracia de Dios puedes alcanzarla. ¿Lo intentarás?