Nubes
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Has pasado un buen rato contemplando las nubes?
Solemos echarles un vistazo rápido para ver si amenaza lluvia, y tal vez volteamos a verlas, asombrados, cuando se pintan de naranja en un espectacular atardecer, pero ir ante una ventana o tal vez al aire libre para pasar tiempo mirando las nubes, quizá no es algo que mucha gente acostumbre, y qué pena, porque es maravilloso.
Te comparto que desde que inició el confinamiento, y tal vez como un modo de escapar del encierro sin salir de casa, cada tarde, rezo mi Rosario contemplando el cielo.
Cuando enuncio cada Misterio, me gusta cerrar un momento los ojos, mientras recuerdo el texto bíblico e imagino la escena, luego voy ante la imagen de Jesús, le cuento lo que me llamó la atención de ese Misterio, o le pido o le prometo algo, y lo mismo ante la imagen de María. Ya después voy a la ventana y allí rezo el Padre Nuestro y las Ave Marías.
Como al inicio de cada Misterio dejo un momento la ventana, me llama la atención cuando regreso, que las nubes cambiaron, y los nubarrones grises que apenas asomaban en un extremo, han avanzado como quien no quiere la cosa y ya invadieron buena parte de lo que estaba despejado, o aparecieron unas nubecitas bajas que atraviesan veloces en sentido contrario, o surgieron en el horizonte unas nubosidades blanquísimas que, he aprendido a descubrir, vienen cargadas de relámpagos.
Nunca sé qué me voy a encontrar. A veces, lo último que vi fue un conjunto de nubes grises, oscuras, amenazadoras, que hicieron disminuir la luz y me hicieron pensar que no faltaba nada para que cayera un aguacerazo, y al asomarme de nuevo, ¡se disolvieron! A veces pasa lo contrario, lo último que veo es un cielo lila, con unas coquetas nubecitas algodonosas y hasta algunas estrellas, y cuando regreso ya todo está cubierto y comienza a llover.
Dicen que la profesión de meteorólogo hace sonreír a Dios, porque tras sus sesudos análisis y pronósticos, no suele suceder lo que vaticinaron.
Se me ocurrió que debía tomar un curso para aprender a conocer las nubes y predecir cómo se comportarían. Busqué en internet ‘curso sobre nubes’; descubrí que allí ‘nube’ es otra cosa, pero perseveré y al fin hallé un curso, pero oh desilusión, hay una larguísima y complicadísima clasificación de nubes y ¡en latín! Decidí que en lugar de intentar entenderlas era mejor simplemente disfrutarlas, sobre todo por lo que deja en el alma ese ratito de contemplarlas. Te comparto cuatro cosas que me deja a mí:
Lo primero: paz. Vivimos agobiados por prisas y pendientes; hacer paréntesis en esa vorágine, para mirar el cielo en silencio, produce gran sosiego.
Lo segundo: perspectiva. Nada como captar la inmensidad para ubicarse uno en su propia pequeñez. Dice el salmista: “Contemplo el cielo, obra de Tus manos, la luna, las estrellas, que Tú has creado, ¿qué es el hombre para que de él te acuerdes?” (Sal 8, 4-5). Somos insignificantes comparados con lo que nos rodea. Saberlo ayuda a no tomarnos demasiado en serio ni creernos grandes. Y no se trata de deprimirnos pensando que no valemos nada, sino maravillarnos de que Dios nos ame, y tanto que vino a compartir nuestra condición humana, en todo excepto en el pecado, y a mirar como nosotros, con nosotros, el cielo desde abajo...
Lo tercero: seguridad, en que así como pasan las nubes, pasan los problemas, y aun esos nubarrones espesos y negros que parece que llegaron para quedarse, de los que no caen gotas sino torrentes e incluso granizo, también pasarán, y de pronto la tarde quedará despejada y saldrá el sol (haciéndose el que ‘aquí no ha pasado nada’). Así que no hay que perder la calma.
Y por último, pero no por ello menos importante, fe en ese Padre del que Jesús nos enseñó que está “en el Cielo”, es decir que está más allá de lo que podemos abarcar o comprender, predecir, manipular o dominar, pero no está lejos ni se desentiende de nosotros, pues así como dondequiera que vamos hay cielo, aunque de momento lo veamos nublado, Dios se mantiene siempre a nuestro lado.