Tribulación y recompensa
Alejandra María Sosa Elízaga*
Por lo que se ve les fue re mal. A varios los apedrearon o los desbarrancaron o les cortaron la cabeza, y en general a casi todos los persiguieron hasta darles muerte. Prácticamente no se escapó ninguno, y los pocos que se escaparon de morir violentamente a manos de sus contemporáneos, no se escaparon de recibir feroces críticas, burlas, amenazas y el desprecio de muchos.
Me refiero a los profetas.
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento encontramos relatos que nos narran los horrores que enfrentaron estos hombres que se dejaron enviar por Dios en calidad de testigos y voceros Suyos, por lo que a más de uno le puede extrañar leer en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 10, 37-42) que Jesús diga: “El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta” (Mt 10,41).
Alguien podría decir, ‘pues si mi recompensa va a ser que me vaya como les fue a ellos, no gracias, puedo pasarme sin ella’, a lo que cabría responder que, como decía al inicio, lo que se ve es que les fue mal, pero lo que no se ve es lo más importante, lo que sucedía en su corazón: que gozaron de la amistad de Dios, y a pesar de que podría parecer que Él los abandonó porque permitió que enfrentaran terribles dificultades, nunca los soltó de Su mano, sino que los colmó constantemente de Su fortaleza, de Su paz, de Su amor.
Recordemos que en una de sus cartas San Pablo dice: “¡Cuántas tribulaciones hube de pasar, y de todas me libró el Señor!” (2Tim 3,10-17), y si uno pudiera preguntarle: ¿cómo que te libró?, ¡si fuiste apedreado, dado por muerto y arrastrado fuera de la ciudad; flagelado; encarcelado; naufragaste; te mordió una culebra, en fin, te sucedió de todo! (ver 2Cor 11,24-29), ¿cómo que te libró?, quizá nos respondería: ‘me libró porque nunca permitió que me derrumbara, que sucumbiera al miedo o a la desesperanza (ver 2Cor 1, 1-10), e incluso en una ocasión se me apareció para darme ánimos (ver Hch 18,9). Su gracia me sostuvo incesantemente en mi debilidad. Y al final de mi carrera, recibí la corona prometida...
Queda claro que sí hay recompensa para los profetas, es decir para los que se dejan enviar por Dios a dar testimonio de Él, una que supera con creces cualquier tribulación por la que tengan que pasar. La recompensa de contar con el favor de Dios, con Su mirada benevolente, con Su gracia y con Su amor, ahora y para siempre.
Lo que quizá no queda muy claro es si cuando Jesús dice que “el que recibe un profeta por ser profeta” se refiere a que es profeta el recibido o el que lo recibe, pero ¡qué bueno que no quede claro!, porque así a todos nos queda el saco, pues desde nuestro Bautismo todos recibimos la dignidad de ser profetas, y por lo tanto a todos nos toca recibir o ser recibidos por ser profetas.
Cabe añadir que no siempre seremos bien recibidos, pero al igual que los profetas de los que nos habla la Biblia, contamos con la gracia del Señor, que nos sostiene. El asunto es que no le pongamos obstáculos sino realmente nos abramos a recibirla.
Y en este sentido, no es casualidad que al inicio de este Evangelio dominical, Jesús advierta que el que no lo ama más que a su propio padre o madre, hijo o hija, no es digno de Él (oportuno llamado a quienes se ven tentados a anteponer a su familia a su fe y dicen, por ejemplo ahora durante el confinamiento debido a la pandemia: ‘como mi marido no quiere que vea la Misa, no la veo’, ‘como mis hijos se burlan porque rezo el Rosario, ya no lo rezo’).
No es casualidad que Jesús afirme que el que no toma su cruz y lo sigue, no es digno de Él (oportuna invitación a asumir lo que sea que nos sobrevenga por atrevernos a vivir cristianamente en un mundo cuyos valores se oponen a los de Cristo), y que añada: “El que salve su vida la perderá y el que la pierda por Mí, la salvará” (Mt 10,39).
¿Por qué lo hace? Porque sólo si nos abrimos enteramente al Señor, sólo si lo amamos por encima de todo, sólo si nos atrevemos a asumir nuestra cruz y seguirlo, sólo si estamos dispuestos a perder nuestra vida por Él, ganaremos algo que no se compara con nada: la recompensa eterna que nos tiene destinada.
(Del libro de Alejandra Ma. Sosa E ‘La Fiesta de Dios’, col. Lámpara para tus pasos, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 95, disponible en amazon).
Publicado el domingo 28 de junio de 2020 en las pags web y de facebook de Ediciones 72.