Amigo verdadero
Alejandra María Sosa Elízaga*
"Todos los que eran mis amigos espiaban mis pasos, esperaban que tropezara y me cayera, diciendo: 'Si se tropieza y se cae, lo venceremos y podremos vengarnos de él".
Estas palabras fueron pronunciadas por un adolescente, y no son producto ni de la típica crisis de 'nadie me quiere-nadie me comprende', ni de un delirio de persecución.
Expresan una realidad dramática para un chavo que, como todos, quiere ser aceptado, pertenecer a un grupo y tener buenos 'cuates', pero que sin querer despierta críticas, rechazo e incluso odio.
Al autor de esta frase le pusieron como apodo 'profeta del terror', y no porque le gustara contar historias de la Llorona, sino porque lo que decía les ponía a todos los pelos de punta.
Y ¿qué era lo que decía? Algo muy simple pero aterrador: la verdad.
Dice la sabiduría popular que la verdad no peca pero incomoda. Cuando alguien dice siempre la verdad tarde o temprano se topa con otro al que eso le cae en el hígado.
Alguien podría decir, ‘bueno pero ¿de qué verdad estamos hablando? porque hay muchas verdades y cada quien tiene la propia, así que si él quería imponerle la suya a los demás con toda razón les caía gordo’.
A esto cabe responder: eso de que cada quien tiene su verdad es una afirmación que se ha puesto de moda en un mundo que no toma en cuenta a Dios. Lo que tú opinas es 'tu verdad', lo que le parece bien al otro es 'su verdad', y que cada quien actúe como le parezca; si ves que alguien va por mal camino no te metas, déjalo, allá él, está siguiendo 'su verdad'. Esto es inadmisible desde el punto de vista de la fe cristiana.
Para nosotros los creyentes no hay muchas verdades subjetivas todas igualmente válidas sino una sola verdad, objetiva, absoluta, que proviene de Dios. Él determina lo que es verdad y lo que es mentira, lo que está bien y lo que está mal, y Sus juicios están por encima de lo que a los humanos nos parece aceptablemente verdadero cuando así nos resulta momentáneamente conveniente. Jesús dijo de Sí mismo lo que nadie nunca se ha atrevido a decir, antes o después de Él: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6), es decir, es Él quien determina los criterios con los que debemos normar nuestra conducta, pues Sólo Él sabe con absoluta certeza y sin error, por dónde debemos caminar para ser libres y para alcanzar la verdadera vida.
Como le digo en una oración de mi libro ‘Camino de la cruz a la vida: "Eres el Camino, si te desando me extravío; eres la Verdad, si te desoigo, desatino; eres la Vida, si te abandono, vuelvo al polvo".
Ahora bien, el Señor no nos invita a que lo sigamos y obedezcamos de manera individual; no quiere que nos ocupemos sólo de nosotros y que dejemos que los demás se las arreglen como puedan. Ser cristiano es amar al prójimo como Jesús nos ama. Y amar al prójimo necesariamente implica ayudarle a enderezar el rumbo cuando se está yendo chueco, tenderle la mano cuando tropieza y ayudarlo a incorporarse si se cae. Jesús nos invita a salvarnos en comunidad.
Desde el inicio de Su ministerio formó una comunidad y animó a Sus discípulos a apoyarse unos a otros. Jesús fomentó entre los suyos una verdadera amistad cristiana (los envió de misión de dos en dos; les aconsejó practicar la corrección fraterna; los exhortó a perdonarse mutuamente, etc).
Así pues, ser cristiano y ser amigo de alguien necesariamente implica saber escucharlo y comprenderlo, pero también hablar con él en nombre de Jesús y decirle las cosas claras -desde luego caritativamente- cuando hace falta.
Sobra comentar que esto no siempre es bien recibido; poner el dedo en una llaga, prenderle una luz a quien ha estado en tinieblas duele y no se acepta con agrado.
Testigo de ello es el joven mencionado al principio, y al que encontramos en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Jer 20, 10-13). Su nombre era Jeremías, vivió por ahí del año 650 a.C. y cuando tenía dieciséis años Dios lo eligió para ir de Su parte a hacerles ver a sus gentes que iban por muy mal camino y a advertirles lo que les pasaría si no se arrepentían y cambiaban de conducta. Lo hizo y sobra decir que le fue 'como en feria'. Se burlaron de él, lo persiguieron, lo apedrearon. Se quedó sin amigos. Más de una vez quiso mandar todo a volar.
¡Es difícil la labor de un profeta! Es difícil ser aquel que va de parte de Dios a hacerle ver a alguien que si sigue como va no le espera nada bueno. Un pariente o un amigo tuyo comienza a salir con una persona casada, o descubres que consume y vende drogas, o que anda en negocios ilegales y peligrosos, o que está tomando demasiado, o que está pensando cambiarse de religión sin siquiera conocer a fondo la que deja, ni considerar que renunciará a la Eucaristía y perderá lo más por lo menos. ¿Qué haces?, ¿cómo reaccionas? Puedes desentenderte, quedarte callado para no caer mal, pensar: 'allá él, es su decisión, no me incumbe', o puedes atreverte a vivir la vocación que recibiste en tu Bautismo, la de profeta, y con ayuda de Dios ir a hablar con esa persona, aunque te ganes un 'no seas metiche' o un 'a ti qué te importa'.
Si pierdes esa amistad es que no era verdadera. Si la conservas se verá fortalecida. En todo caso, la amistad que nunca perderás será la del Señor.
Eso fue lo que sostuvo al joven Jeremías, quien a pesar de que llegó a desesperarse y a querer renunciar a ser profeta, no pudo resistir el llamado seductor del verdadero Amigo, como lo expresa bellamente en este texto que es inmediatamente anterior al que se proclama hoy en Misa:
“Me has seducido, Señor, y me dejé seducir...Yo decía: “no volveré a recordarlo ni hablaré más en Su Nombre.' Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía..." (Jer 20, 7.9).
(Del libro de Alejandra Ma Sosa E “¿Te has encontrado con Jesús?”, col. Fe y Vida, #2, Ediciones 72, México, p. 119, disponible en amazon).