Su dolor
Alejandra María Sosa Elízaga*
Si alguien hace algo malo contra ti, te traiciona, te lastima, te daña de alguna manera, ¿qué es lo que te duele?
Casi todo mundo respondería que le dolería sentirse traicionado, lastimado, dañado.
Y es que cuando sufrimos algo que percibimos como agresión, solemos reaccionar poniendo la atención en lo que nos pasó a nosotros y en cómo nos sentimos.
Por ejemplo, quien sufre un robo suele dolerse por saberse injustamente despojado de lo que le pertenecía y por haberlo perdido.
Probablemente no se duele por el ladrón, no le preocupa que dedicarse al hurto lo fracture como ser humano, afecte su alma, ponga en riesgo su salvación, más bien es probable que piense: ‘ojalá se muera y se vaya al infierno’.
Lo común es que ante las agresiones que sufrimos volvamos la mirada hacia nosotros mismos, pongamos la atención en nuestra condición de víctimas, nos concentremos en cómo el atropello que padecimos nos afecta.
¿Por qué? En el fondo, porque no amamos al agresor, no lo consideramos ése prójimo al que debemos amar como a nosotros mismos, o más aún, al que debemos amar como nos pidió Jesús: con un amor hasta el extremo, como el Suyo; no nos importa lo que le pase y seguramente no estaríamos dispuestos a dar nuestra vida por él.
Así solemos reaccionar nosotros, pero, como siempre, Jesús reacciona de manera completamente diferente a la nuestra.
Lo descubrimos en los relatos del Evangelio sobre Su Pasión y Su Muerte que se proclaman este Domingo de Ramos (ver Mt 26, 14-27.66) y el Viernes Santo (ver Jn 18, 1-19.42).
Lo que a Jesús le preocupa no es lo que hacen contra Él, sino lo que esas malas acciones implican para quienes las realizan.
Y es que Jesús no vive centrado en Sí mismo; Aquel que por nosotros fue capaz de ir voluntariamente a padecer todo lo que padeció (traición, abandono, incomprensión, injurias, escupitajos, azotes, burlas, corona de espinas, golpes, el camino al Calvario y la crucifixión), Aquel que, como hace notar San Pablo, dio Su vida por nosotros a pesar de que no lo merecemos porque somos pecadores (ver Rom 5,8), realmente nos ama, realmente se interesa por nosotros, por el estado de nuestra alma, por nuestra salvación.
Y ese amor Suyo se revela, una y otra vez, de muchas maneras, a lo largo de Su Pasión.
Por ejemplo en la Cena, al anunciar que alguien lo va a traicionar, da la oportunidad a Judas de que reconsidere; cuando advierte a Pedro que lo va a negar, lo invita a orar para fortalecerse interiormente y no ceder a esa tentación; lo que responde y lo que calla cuando lo interrogan primero el Sanedrín y luego Pilato, busca hacerlos reflexionar, despertar sus conciencias.
Consideremos también, por ejemplo, las preguntas que plantea. Cuando llegan a aprehenderlo: “¿Han salido ustedes a apresarme como a un bandido, con espadas y palos?” (Mt 26,55). Cuando Judas lo saluda con un beso: “Amigo, ¿es esto a lo que has venido?” (Mt 26,50). Cuando el siervo del sumo sacerdote lo abofetea porque no le pareció cómo respondió Jesús: “Si he faltado al hablar, demuestra en qué he faltado, pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?” (Jn 18,23).
Son todas preguntas que buscan que aquellos a quienes se las plantea se cuestionen, se den cuenta de que están haciendo mal, tengan oportunidad de conversión.
Sólo un amor como el Suyo fue capaz de padecer lo que Él padeció sin llenarse de ira, de odio, de deseos de venganza, porque no estaba centrado en Sí mismo, no puso el acento en cómo lo afectaba a Él todo lo que padeció, sino en cómo afectaba a quienes se lo hicieron padecer.
El dolor de Cristo no fue por Sí mismo sino por los otros; por nosotros.
Como nos ama hasta el extremo sufre en carne propia nuestras miserias, nuestras caídas, nuestras faltas de amor.
Si no hubiera sido así, a medio Calvario hubiera podido arrepentirse, detener todo, abandonarnos a nuestra suerte, permitir nuestra merecida condenación.
Pero quiso seguir hasta el final, motivado por una sola intención: sanarnos con Su amor de nuestras faltas de amor, librarnos con Su muerte de nuestras tendencias de muerte y rescatarnos de nuestros abismos de pecado, porque lo que más le duele es el daño que pecar nos hace a nosotros mismos.
(Del libro de Alejandra Ma. Sosa E. La Fiesta de Dios, col. Lámpara para tus pasos, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 65; disponible en amazon).