y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Plenitud

Alejandra María Sosa Elízaga*

Plenitud

Si una mamá decidiera que como a su niño no le gustan mucho las verduras mejor le va a de comer sólo lo que le agrada: papas fritas y pastelillos; o si quien dirige una secundaria decidiera que como a algunos alumnos, por ir a un ‘antro’ entre semana y desvelarse, les cuesta llegar temprano a clases, les va a permitir entrar a las doce del día; o si un policía de tránsito al ver que algunos automovilistas se pasan los altos, decidiera apagar todos los semáforos, ¿estarían haciéndole un favor a ese niño, a esos adolescentes, a esos conductores?

Quizá pensarían que sí, pero sería todo lo contrario, lejos de favorecerlos los perjudicarían.

Exigirle al niño que se alimente sanamente, al joven que se discipline y a los que manejan un coche, que respeten el reglamento, es para beneficio suyo y de todos, aunque tal vez de momento no lo vean así.

Cumplir las reglas, cuando son para bien, podrá ser latoso pero vale la pena.

Lamentablemente los seres humanos tendemos a buscar lo facilito: ganar dinero sin haber trabajado, enflacar sin haber hecho dieta o ejercicio, tener un título sin haber estudiado.

Y cuando sentimos que alguna regla nos exige algo que nos resulta trabajoso o nos da flojera cumplir, buscamos la manera de sacarle la vuelta o hacerlo por encimita, al ahí se va, el mínimo nomás para cubrir el expediente...

Sucede ahora y sucedía antes.

En tiempos de Jesús mucha gente se había acostumbrado a obedecer la ley de manera superficial o interpretándola a su propia conveniencia.

El problema es que se trataba nada menos que de la ley que Dios había dado para bien de Su pueblo.

Como leemos en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Eclo 15, 16-21), Dios dio, junto con Sus mandamientos, la libertad de guardarlos o no. Quien los guarda tiene vida, quien no, opta por la muerte, y no porque Dios se desquite y lo mate por desobediente, sino porque quien le da la espalda a lo que lo beneficia, solo se perjudica.

En ese sentido, resulta significativo lo que se proclama en el Evangelio este domingo (ver Mt 5, 17-37), que Jesús afirmó que no vino a abolir la ley sino a darle plenitud. Con ello no sólo respondió implícitamente a quienes lo criticaban porque según ellos no cumplía la ley (por curar en sábado; comer en casa de pecadores; etc.), y a Sus discípulos, que quizá también se preguntaban si Su Maestro impondría una ley por completo nueva, distinta a la ley de Moisés que hasta ahora los había regido, sino que dejó claro que no bastaba con cumplir la ley sólo por cumplir, a medias o aparentemente, sino que ésta debía normar no sólo la conducta sino el corazón.

¿Por qué planteaba esto Jesús? ¿Qué sentido tenía pedirles que cumplieran más profundamente los mandamientos?, ¿no era agobiarlos con cargas extra, lo mismo que les criticaba a los fariseos?  (ver Mt 23,4).

Desde luego que no, era ¡todo lo contrario!

Lo que Jesús proponía, lejos de aplastarlos los levantaba, en lugar de hundirlos los rescataba. ¿Por qué?, ¿si aparentemente les exigía más? No sólo porque el darle por su lado a la gente no es lo que la beneficia y porque el ser humano crece cuando se le exige, sino ante todo porque quería invitarlos a ser conscientes de su valor como seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios, animarlos a no admitir pensamientos, palabras o actitudes que los rebajaran en su dignidad de hijos del Padre.

Se entiende así que los invite a no sólo conformarse con no matar, sino ir más allá y no permitir que oscureciera la luz de su corazón el odio o el resentimiento; a no limitarse a no cometer adulterio, sino ni siquiera desearlo, es decir, no permitirse usar a otra persona como objeto ni con el pensamiento; a no sólo no mentir al jurar, sino ser tan veraces que fuera innecesario hacer un juramento para tener credibilidad.

En suma, Jesús los invitó -y nos invita hoy a nosotros- a vivir en plenitud y no seguir los caminos mediocres de un mundo que prefiere la ley del menor esfuerzo.

Ser herederos del Reino, conciudadanos de los santos, miembros de la familia de Dios, es todo un compromiso, no sólo un privilegio...

 

(Tomado del libro de Alejandra Ma. Sosa E. “La fiesta de Dios”, col. Lámpara para tus pasos, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 36; disponible en amazon)

Publicado el domingo 16 de febrero de 2020 en la pag web y de facebook de Ediciones 72