y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Espada

Alejandra María Sosa Elízaga*

Espada

Es encantador ver la cantidad de imágenes del Niño Dios que la gente lleva cada 2 de febrero a presentar a la iglesia, primorosamente vestidos y colocados en canastas o sillitas decoradas con flores.

Si estos Niños nos parecen lindos, ¡cuánto más bello habrá sido el Niño Jesús! Podemos visualizarlo cuando María y José lo llevaron al Templo, como nos narra el Evangelio que se proclama este domingo, que coincide con la fiesta de la Presentación del Señor (ver Lc 2, 22-40).

Imaginarlo de apenas cuarenta días de nacido, arropadito en brazos de Su Madre, hace más impactante lo que sucedió a continuación.

Dice el Evangelio que en el Templo estaba un anciano llamado Simeón, al que Dios le había prometido que no moriría sin ver al Mesías. Que supo reconocerlo en aquel recién nacido, lo tomó en brazos y, luego de alabar a Dios por haberle cumplido lo prometido, y de anunciar lo que sería de ese Niño, le anunció a María, que “una espada le atravesaría el alma”.

Santa Teresa de Ávila escribió que en una revelación privada, María le contó que cuando Simeón le dio ese anuncio, se le dio a conocer todo lo que pasaría Jesús en Su Pasión. Y que a partir de ese momento, ese conocimiento ya no la abandonó, por lo que los momentos dulces y tiernos de convivencia con Jesús estuvieron siempre bajo la sombra de saber lo que le ocurriría a Su Hijo amadísimo, algo que debe haberla hecho sufrir terriblemente.

En su libro ‘María’, el padre Félix de Jesús Rougier, fundador de los Misioneros del Espíritu Santo, escribió:

“Si María fue la Madre más dichosa del mundo por ser Madre de Dios, fue también la más afligida y angustiada por haber tenido que destinar a su Hijo a la muerte desde que fue concebido y especialmente desde el día de su Presentación al Templo...

¡Qué escenas tan dolorosas tuvo ante la vista, desde el día de la Presentación, esta Madre amantísima! ¡El amor le representaba de continuo a su Hijo en la agonía del Huerto, atado a la columna y hecho todo una llaga, coronado de espinas, llevando la cruz y al fin clavado en ella!

De manera que se puede decir que su sacrificio fue de toda su vida y de cada instante de ella, porque hasta el día de su Asunción gloriosa a los cielos no tuvo alivio su dolor ni dejó de hundirse en su pecho la espada penetrante que el santo anciano Simeón le predijo...” (p. 50).

Es impactante conocer lo que estaba sucediendo en el interior de María y ver que el texto evangélico no registra ninguna reacción de su parte. San Lucas no dice que Ella hubiera palidecido, que hubiera temblado, vamos, ni siquiera comenta qué cara puso.

No dice que hubiera corrido a reclamarle a Dios que fuera a permitir que una espada le atravesara el corazón a Ella, la Madre de Su Hijo.

No dice que se hubiera puesto a rogarle al Señor que la librara de esa espada.

Tampoco dice que Ella se hubiera enojado o sentido con Dios pensando que la abandonaría, que se desentendería y se voltearía para otro lado cuando a Ella la espada le atravesara el alma.

Mucho menos dice que Ella hubiera exigido un plan ‘b’, una alternativa en la que no tuviera que sufrir.

Nada de eso dice porque nada de eso sucedió.

Cabe pensar que ante el anuncio de Simeón, María se estremeció interiormente, humana como era, pero es evidente que tuvo ninguna reacción exterior.

¿Por qué? Porque cuando respondió al anuncio del Ángel llamándose a sí misma “esclava del Señor”, no lo decía por decir. Realmente lo sentía, y como tal, estaba dispuesta a cumplir lo que el Señor le pidiera, sin preocuparse de lo que ello le pudiera costar. ´

Su único anhelo, su único afán era servirlo, y estaba absolutamente convencida de que lo que Él permitiera sería para bien, por terrible que pudiera parecer.

Y en este caso, podemos estar seguros de que lo que le importaba no era lo que sufriría Ella, sino lo que padecería su Hijo, y por ello su único interés era prepararse para que cuando llegara el momento, Ella pudiera acompañarlo, sostenerlo, apoyarlo. Incluso estar allí también después para ayudar a Sus discípulos.

¡Cuánto tenemos que aprender de María!

Pidámosle que ruegue por nosotros, para que cuando nos toque vivir o compartir sufrimientos, como Ella, no perdamos la fe, el ánimo o la esperanza, sino sepamos mantenernos fieles a cumplir la voluntad de Dios y abiertos a Su gracia, que no sólo nos sostendrá a nosotros, sino nos ayudará a sostener a otros, aunque una espada nos atraviese el alma.

Publicado el domingo 2 de febrero de 2020 en las pags web y de facebook de Ediciones 72