Estén preparados
Alejandra María Sosa Elízaga*
Pocas palabras de Jesús son tan desatendidas como las que le escuchamos en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa: “estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor” (Mt 24, 42).
Si se realizara una encuesta y se le preguntara a la gente: ‘¿te vas a morir hoy?’, probablemente nadie, fuera de algún suicida en ciernes, algún enfermo terminal o dos o tres tías mías a las que les urge morirse desde que las conozco (siempre están: ‘a ver cuándo me recoge el Señor’, ‘a ver cuándo ya se apiada de mí el Señor’), nadie respondería que sí. Quién sabe por qué todo mundo cree que, cuando menos el día de hoy ya la libró. Lo mismo creían muchos que ahora ya no están aquí para contar lo equivocados que estaban. ¡Ay, si los difuntos hablaran!
Por otra parte, eso de “estén preparados” muchos lo interpretan según su humano entender. Para unos significa hacer testamento, para otros implica asegurarse un espacio en alguna buena funeraria, con cripta o panteón de moda incluidos, y para otros convencer a sus futuros deudos de que espolvoreen sus cenizas (las suyas no las de ellos) en algún paraje pintoresco. ¿Puede considerarse que en eso consiste estar “preparados”? No desde el punto de vista de Jesús. Lo que a Él le interesa no es tanto lo que suceda con los restos mortales (da lo mismo un ataúd de madera que de oro, lo que queda adentro de todos modos no durará, así que con disponer cristianamente de esos restos, que fueron templo del Espíritu Santo, basta), lo que a Jesús le preocupa es que se prepare el alma. Y en ese aspecto lo que nos pide Jesús provoca inquietud porque obliga a plantear una pregunta incómoda y apremiante:
¿Estás preparado para encontrarte cara a cara con Aquel que te creó, que te ha acompañado cada instante de tu vida, que conoce todas tus historias, al que no se le ha ocultado ni el más secreto de tus pensamientos, ni la más disimulada de tus intenciones, que ha estado presente en los momentos alegres y en los dolorosos, que sabe perfectamente bien de lo que eres capaz y hasta dónde has aprovechado o desperdiciado todos los dones y oportunidades que te dio de hacer el bien, de dar, perdonar, comprender, ayudar a otros, construir la paz, colaborar en la edificación de Su Reino? ¿Estás preparado para enfrentar Su mirada, bondadosa, sí, comprensiva, paciente y misericordiosísima, desde luego, pero también penetrante, inquisitiva, conocedora, capaz de ver más allá de las apariencias, capaz de penetrar tras tus máscaras y defensas, iluminar los rincones más ocultos, sacar a la luz lo que habías arrumbado hasta el último rincón de tu conciencia? ¿Estás preparado? Porque afirma Jesús: “a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre” (Mt 24, 44), es decir, cuando más confiados estemos en que todavía falta mucho, ¡zas!, llegará la hora y ya no habrá nada que hacer.
Dice el Señor que nos va a pasar como en tiempos de Noé, que toda la gente estaba quitada de la pena ocupándose de sus asuntos, comiendo y bebiendo,. y de repente “sobrevino el diluvio y se llevó a todos” (Mt 24, 39). Y antes de que alguien crea que esta es la versión católica de historias de terror para espantar a los niños (y a los no tan niños), urge aclarar que la intención no es ponernos a temblar sino todo lo contrario, animarnos a hacer lo que haga falta para que esa hora inesperada no nos tome desprevenidos.
Contaba una amiga a la que un día le dijeron que tenía un padecimiento que podía provocarle muerte súbita (y no se refería al modo de desempatar el marcador de un partido de tennis), que ello le ayudó mucho a tomar conciencia de que debía hacer lo que estuviera de su parte para que si repentinamente llegaba el final la encontrara en amistad con Dios y en armonía con sus semejantes; que le ayudó también a poner las cosas en perspectiva y a darse cuenta de que muchas cosas materiales a las que se había sentido muy ligada en realidad no tenían importancia, y en cambio debía revalorar y aprovechar al máximo muchas cosas que hasta antes del diagnóstico daba por hecho o había descuidado.
Ante todo esto surge inevitable la pregunta: ‘¿Cómo puede uno prepararse bien para ese encuentro decisivo con el Creador?, ¿qué hay que hacer?’. La respuesta, afortunadamente, es muy sencilla: hay que vivir cumpliendo la voluntad del Señor en nuestra vida. Y ¿cuál es Su voluntad? Que correspondamos a Su amor y nos amemos unos a otros como Él nos ama (ver Jn 15, 12). Que ahí donde estamos todos los días, en nuestra particular situación como miembros de una familia, de una comunidad, de la Iglesia, procuremos que sea Su amor cuanto inspire nuestros pensamientos, palabras, acciones y omisiones.
Como pedimos en la Oración Colecta de la Misa dominical: “Señor, despierta en nosotros el deseo de prepararnos a la venida de Cristo con la práctica de las obras de misericordia...”. ¿Cuáles? Por ejemplo las que enlista el Catecismo como ‘corporales’, entre las que está compartir los propios bienes (casa, vestido y sustento) con quienes los necesitan, y ‘espirituales’, entre las que se cuenta perdonar, consolar, soportar a otros con paciencia, orar por todos...
¿Qué tal si en este Adviento de veras nos preparamos ‘como Dios manda’ a celebrar la venida del Señor, pero no sólo la pasada sino la futura, y nos proponemos realizar cuando menos una obra de misericordia (espiritual y corporal) cada día, comenzando hoy, como quien dice ya?
(Publicado, con autorización, del libro de Alejandra Ma Sosa E ‘Caminar sobre las aguas’, col. La Palabra ilumina tu vida, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 8,
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