¿Esperar con miedo o con temor?
Alejandra María Sosa Elízaga*
El año litúrgico está dando sus últimas ‘boqueadas’, ya sólo falta un domingo para que termine, y los temas de las lecturas en Misa comienzan a enfocarse en el final de los tiempos.
La Primera Lectura nos pone los pelos de punta porque dice que “Ya viene el día del Señor, ardiente como un horno”, lo cual nos hace pensar en que sucederá algún tipo de catástrofe cósmica.
Y añade algo que para unos es una muy buena noticia y para otros es pésima: “todos los soberbios y malvados serán como la paja. El día que viene los consumirá, dice el Señor...hasta no dejarles ni raíz ni rama.”
Solemos pensar que los “soberbios y los malvados” son los otros, los demás, ésos que salen en las noticias por haber cometido atrocidades, o ésos que tal vez viven en nuestra colonia o puede ser que incluso en nuestra familia, que han hecho cosas que nos parecen muy mal. Entonces, ante un anuncio como éste, nos regocijamos pensando: ‘¡Vaya, por fin!, ¡los soberbios y malvados tendrán su merecido!’. Pero, no nos apresuremos, esperémonos tantito y preguntémonos: ¿qué nos hace pensar que nosotros escapamos de esa clasificación?
Soberbio es todo aquel que se siente tan satisfecho de sí mismo que no acepta críticas; se siente superior a todos, desprecia a los demás, quiere que todos le admiren, le alaben, le obedezcan; tiene un ego inflado, un orgullo desbordado, a todos dice lo que deben hacer, se pone siempre en primer lugar y no tolera la menor oposición. ¿No hemos caído en eso alguna o más de una vez?
Malvado es todo aquel que hace el mal, pero también el que ante el mal no hace nada, voltea para otra parte, finge demencia; también el que pudiendo hacer el bien, no lo hace. ¿No hemos caído también en eso?
Tal vez somos más soberbios y malvados que lo que nos gustaría reconocer. ¿Qué podemos hacer? ¿Sentarnos a llorar esperando con miedo ese día fatal en que seamos achicharrados hasta que de nosotros no quede “ni raíz ni rama”? ¡No! Hay otra alternativa: Arrepentirnos, proponernos cambiar y abrirnos a ese don del Espíritu Santo que se llama “temor de Dios”, que no consiste en tenerle miedo a Dios, sino en sentir por Él un amor tan grande, que por nada del mundo quisiéramos fallarle y por eso sentimos temor de ofenderlo, de entristecerlo, de decepcionarlo, y por ello buscamos en todo darle gusto, cumplir Su voluntad.
Dice el profeta Malaquías que “para los que temen al Señor, brillará el sol de justicia que les traerá la salvación en sus rayos.”
Como quien dice, que si mantenemos en nosotros ese sano temor de Dios, que nos haga buscar siempre agradarle, dialogar con Él, meditar Su Palabra, frecuentar la Confesión, la Comunión, etc., ese terrible día anunciado nos encontrará tranquilos y preparados.