¿Está vacío el infierno?
Alejandra María Sosa Elízaga*
El otro día en un foro católico surgió esta pregunta, a raíz de una charla que dio un obispo en la que afirmó que Dios envió a Su Hijo a este mundo, a abajarse, a compartir nuestra condición, a tomar sobre Si nuestros pecados, incluso a descender al infierno, a llegar hasta el lugar más lejano a Dios al que puede llegar un ser humano, con el propósito de que si alguien se aleja del Padre, llegue a los brazos del Hijo, que no haya lugar donde no nos topemos con el abrazo misericordioso de Dios. Y citó a un famoso teólogo alemán del siglo pasado, que dijo que esperaba que el infierno estuviera vacío.
No aclaró si ‘esperaba’ en el sentido de confiaba que así sería, o en el sentido de que le gustaría.
Se levantó todo un debate. Algunos de los miembros del foro estaban muy de acuerdo y otros muy en desacuerdo.
Los que pensaban que en efecto, el infierno está vacío, alegaban que la Biblia nos muestra un Dios compasivo y misericordioso, que “quiere que todos los hombres se salven” (1Tim 2,4), que Jesús dio Su vida por nuestra salvación y que ha hecho y seguirá haciendo, hasta el final de los tiempos, hasta lo imposible para que nadie se condene.
Los que pensaban que el infierno está lleno, mencionaban que Jesús habló muchas veces del infierno, y nunca dijo que estuviera vacío, más bien dijo que el camino a la perdición es ancho y muchos lo recorren. También mencionaron los testimonios dignos de crédito de diversos santos, como santa Teresa de Ávila, los pastorcitos de Fátima, o santa Faustina Kowalska, que en revelaciones privadas tuvieron una visión en la que visitaron el infierno, y dijeron que no está vacío.
Ante esta discrepancia de opiniones, ¿qué debemos hacer?
La respuesta nos la da el Evangelio que se proclama en este domingo (ver Lc 13, 22-30). En él vemos que alguien le preguntó a Jesús si es verdad que son pocos los que se salvan. La respuesta que recibió es para nosotros también:
“Esfuércense en entrar por la puerta, que es angosta”
En otras palabras, no perdamos el tiempo tratando de averiguar cuántos o quiénes se van a salvar, eso es pura especulación. Mejor empeñémonos, lo mejor que podamos, en entrar por esa puerta estrecha que conduce a la salvación.
Y ojo: eso no significa que la salvación dependa de nosotros: Cristo nos la da sin mérito de nuestra parte. Pero con la manera como vivimos nuestra vida le demostramos si valoramos ese inmerecido premio y si tenemos la disposición adecuada para recibirlo.
Recordemos que el propio Jesús ha dejado claro que al final de nuestra vida seremos juzgados por nuestra conducta (ver Mt 16, 27; 25, 31-46).
Así pues, no perdamos el tiempo elucubrando si el infierno está vacío o lleno. Lo único que sabemos con seguridad es que existe (es un dogma, una verdad de fe en la que como católicos estamos obligados a creer), y que no queremos acabar allí, por lo que nos toca hacer dos cosas. La primera: vivir esforzándonos al máximo en cumplir la voluntad de Dios, y la segunda: confiar completamente, durante toda nuestra vida, y más a la hora de morir, en la Misericordia Divina.