Lo que es la vida
Alejandra María Sosa Elízaga*
“Enséñanos a ver lo que es la vida
y seremos sensatos.”
Es la petición que hace el autor del Salmo que se proclama en Misa este domingo (ver Sal 90).
Y más de uno quizá se pregunta: ‘¿cómo que nos enseñe a ver lo que es la vida?, ¿qué tenemos que verle?, ¡simplemente hay que vivirla!’, a lo que cabe responder: precisamente porque puede variar mucho el modo como la vivamos, es que hay que comprender de qué se trata.
Si nos limitamos a ‘existir’, a ser como esos animales que sólo buscan satisfacer sus necesidades básicas, así que duermen cuando tienen sueño, comen cuando tienen hambre, beben cuando tienen sed, copulan en época de celo, entonces la vida se nos vuelve una carga monótona y sin sentido.
Si nos vamos al extremo opuesto y vemos la vida como un proyecto del que debemos controlar hasta el más mínimo detalle y todo tiene que resultar según lo planeamos, nos la pasamos peleando con la realidad, que suele deshacer nuestros estrechos planes, y nos frustramos.
Entonces ¿cómo hemos de ver la vida?
Como una oportunidad para alcanzar la santidad.
Desde el punto de vista de la fe, sabemos que nuestra vida es pasajera, que no estamos destinados a quedarnos en este mundo para siempre, que estamos aquí en la antesala de la eternidad.
Así que ni debemos aferrarnos a esta vida como si no hubiera otra, ni tampoco hemos de descuidarla pensando que ni para qué nos preocupamos al fin que nos vamos a morir.
Todos estamos destinados a la vida eterna, todos.
Pero de cómo vivamos nuestra vida en este mundo, depende cómo viviremos la vida eterna: gozándola con Dios, y con María, todos los santos y ángeles y nuestros seres queridos que estén en el cielo, o sufriéndola sin Dios y sin esperanza, en una negra soledad poblada de demonios y remordimientos.
Se comprende entonces que el salmista le pida a Dios que le enseñe a ver lo que es la vida, es decir, le está pidiendo que le recuerde, a cada instante, lo que dice el Eclesiastés en la Primera Lectura (ver Ecle 1,2; 2, 21-23), que en este mundo todo es vana ilusión. Que hay que vivir como pide san Pablo en la Segunda Lectura (ver Col 3, 1-5.9-11), con “todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra”.
¿Qué significa eso en términos prácticos en nuestra existencia cotidiana?
Preguntarnos con frecuencia a lo largo de la jornada: esto que estoy pensando, o diciendo, o que no he dicho, o que estoy haciendo, o que he dejado de hacer, ¿me está acercando a Dios o alejando de Él?; ¿está contribuyendo o no a afianzar mi fe, aumentar mi caridad, fortalecer mi esperanza?; ¿es en beneficio de alguien más?; ¿aprobaré al final, cuando se me examine en el amor y Cristo me diga: ‘eso que hiciste o dejaste de hacer, me lo hiciste a Mí’? En suma, esto me ayudará, me estorbará o, peor aún, me impedirá llegar al cielo?
Con ello en mente, viviremos de manera muy diferente.
Sabremos aprovecharlo todo, la salud o la enfermedad, la alegría o la tristeza, cuando nos vaya bien y cuando enfrentemos alguna dificultad, para practicar virtudes que nos vayan santificando.
Pedir al Señor que nos enseñe a ver lo que es la vida, es pedirle no sólo que sepamos verla, sino vivirla como una oportunidad para crecer en santidad, como un camino hacia la eternidad.