Insistencia
Alejandra María Sosa Elízaga*
El niño le daba un tirón a la manga del sweater de su mamá: ‘¡mamá, mamá!’, ella seguía platicando con la marchanta del mercado. El niño daba otro tirón: ‘¡mamá, mamá!’. La señora le decía: ‘espérate mijito, estoy platicando’. El niño seguía insistiendo en sus tirones y llamados, hasta que con tal de callarlo, su mamá le hizo caso.
La directora de una institución de asistencia necesitaba respuesta de un funcionario con relación a un trámite muy importante. Él le dijo que ya le avisarían. Ella lo llamó al día siguiente, y al otro, y al otro, y se dio sus vueltas por su oficina, hasta que exasperado le puso atención al trámite (ha de haber pensado: ‘¡con tal de deshacerme de esta plaga!’) y se lo resolvió.
El vecino de una muchacha la invitó a salir. Ella le dijo que no. No le caía mal, pero no le interesaba. Al otro fin de semana él la volvió a invitar. Otro día le dejó una flor en su buzón. Al día siguiente, un chocolate, y así, combinó regalitos con llamadas, hasta que su insistencia la hizo reír y la fue ablandando hasta que cedió y aceptó salir con él.
Tres casos en los que falta de respuesta o una negativa inicial, no fueron tomadas como razones para desistir, sino como retos para insistir. Y gracias a la insistencia, se logró lo que se quería.
Y esto, que aplica en nuestra vida cotidiana, aplica también en nuestra vida espiritual.
En la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Gen 18, 20-32), vemos un diálogo entre Dios y Abraham, y cabe hacer notar que las frases con las que inician los párrafos donde se narra lo que dio Abraham, son: “Abraham insistió”, “Abraham volvió a insistir”, “Abraham siguió insistiendo”, “Abraham insistió otra vez” y “Abraham continuó”, es decir ¡cinco veces! estuvo Abraham, dale y dale con lo mismo.
Y es muy significativo que Dios se lo permitió. Era como para que a la primera le hubiera dicho: “Ya dije que no, y punto. No insistas.”. Pero no fue así.
Dios es ese Padre amoroso, que nos consecuenta, nos tiene paciencia, y deja que, por así decirlo, le tiremos de la manga, le tratemos un tema a todas horas, no nos desalentemos.
En el Evangelio dominical (ver Lc 11, 1-13) Jesús pone como ejemplo el caso de alguien que va a medianoche a tocar la puerta en casa de un amigo a pedirle unos panes para dar de cenar a una visita que le llegó de improviso; el otro le dice que no moleste, que ya está acostado, pero el que está tocando insiste tanto, que con tal de que no siga molestando, el de la casa se levanta y le da lo que le pide.
El punto que Jesús quiere enfatizar es el de la insistencia. Nos invita a orar con insistencia, a perseverar en la oración. No porque Dios nos vaya a conceder lo que le pidamos con tal de que no lo sigamos molestando, en ese sentido no se parece al hombre del ejemplo, pues Dios es paciente en extremo, nunca lo exasperamos.
Lo que Jesús quiere dejar claro es que cuando oremos, somos nosotros los que no nos debemos conformar con pedir algo una vez, y ya.
Hay personas que le ruegan por algo a Dios, quieren que se los conceda de inmediato, y si Él no responde como y cuando esperan, se desesperan, se enojan y se apartan de Él. Dicen: ‘¿para qué le rezo si no me hace caso?’, ‘pedí trabajo y no lo consigo’, ‘la conversión de fulano y no cambia’, ‘que se resolviera esta situación, y sigue igual’, ‘Dios no escucha mi oración’.
Es un error. Nunca hay que desistir.
La oración debe ser perseverante.
Nos lo pide el propio Jesús. ¿Por qué? No nos lo explica.
Especulaba un padre amigo, que cuando, por ejemplo, oramos por la conversión de alguien, debemos insistir porque con cada oración se va acumulando una gotita de gracia sobre la persona por la que oramos, y un día, tal vez en su lecho de muerte, toda la gracia acumulada le caerá como un chaparrón que le inundará el alma y la moverá, aunque sea a última hora y aunque nadie se dé cuenta, a abrirse a Dios.
O tal vez porque el Señor quiere probar qué tan profundo es nuestra necesidad de que nos conceda aquello que le pedimos, si a la primera nos olvidamos, o si seguimos.
O quizá simplemente se deba a que al perseverar en la oración, es, sobre todo, nuestro corazón el que va cambiando, el que se va amoldando a la voluntad de Dios, porque vamos captando que lo que al principio pedimos no era lo que más convenía. Por ejemplo, quizá empezamos pidiendo que ya se curara un ser querido enfermo; pero luego vemos que esa enfermedad le está sirviendo para adquirir paciencia, empatía hacia los que sufren, gratitud por las bendiciones de cada día; así que entonces pedimos para él fortaleza y paz para afrontar su enfermedad; que esa enfermedad sirva para santificarlo, y para que su familia se acerque a Dios y se una en oración.
No sabemos la razón, pero no importa, lo que nos toca es hacer lo que nos pide el Señor: insistir, perseverar en la oración, confiando en que Él nos responderá y nos dará siempre lo que más nos convenga, lo mejor.