No pierdan la paz
Alejandra María Sosa Elízaga*
Lo que nos mata no son los problemas, sino la manera como reaccionamos ante ellos.
Eso dijo un sabio amigo, y ¡qué gran verdad encierran sus palabras!
Dos personas enfrentan una misma dificultad: Una la vive con serenidad. La otra con ira, impaciencia o desesperación, ¿a cuál de las dos se le hizo el hígado ‘chicharrón’?
Dos automovilistas están atorados en el mismo embotellamiento. Uno se prende del claxon, vocifera, hace señas obscenas a otros conductores y se queja con furia del policía de tránsito que por manipular el semáforo ha provocado un caos. El otro espera tranquilamente a que el tráfico avance. El primero, con gritos y groserías, no llegará más rápido a donde va, pero sí terriblemente estresado.
Dos enfermos reciben el mismo diagnóstico terminal. Uno se amarga, se pregunta por qué él, se entrega a la depresión. El otro lo asume y se dispone a disfrutar de la mejor manera posible, el tiempo que le quede. ¿Cuál tiene más posibilidades de sentirse mejor y tal vez vivir más?
Son tres ejemplos de tres situaciones idénticas vividas de manera distinta. ¿Qué hizo la diferencia? Perder o conservar la calma.
Consideraba esto al leer en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 14, 23-29), que Jesús nos da un consejo vital: “No pierdan la paz ni se acobarden”.
Sus palabras no sólo estaban dirigidas a los Apóstoles, que enfrentarían graves dificultades y persecuciones, sino también a nosotros, que todos los días enfrentamos situaciones que pueden alterar muy negativamente nuestro estado de ánimo.
Jesús nos pide que no perdamos la paz. Y quizá más de uno se pregunte, ¿cómo se logra eso?, ¿qué hay que hacer para no perder la paz?
La respuesta es muy sencilla: ten fe en Él. Pero no esa fe infantil que tienen quienes creen que si tienen fe no les va a pasar nada malo, que basta con creer para librarse de las enfermedades y dificultades. Eso es falso. En este mundo necesariamente enfrentaremos situaciones adversas que nos dolerán y afectarán.
No se trata de creer en Dios para que nos libre de los problemas, sino de creer en Él a pesar de los problemas. Se trata de tener una fe sólida, basada en la certeza de que Dios en todo interviene para bien (ver Rom 8, 28), así que a pesar de que nos toque vivir algo que aparentemente es un mal, Él sabrá sacar un bien, algo que nos aproveche y nos permita crecer en caridad, paciencia, solidaridad, humildad, que nos ayude a alcanzar la santidad, que es la meta a la que aspiramos a llegar.
Así pues, no permitamos que ninguna situación, por pequeña o grande que sea, nos altere y nos robe la paz. Vivámosla tomados firmemente de la mano de Jesús, y afirmando siempre con verdadera convicción: ‘si Dios lo permite, es por algo, y Él me ayudará a superarlo.’