Sufridos pero animosos
Alejandra María Sosa Elízaga*
Se pidió a diversas personas que dijeran alguna frase que les pareciera que podría darle ánimo a alguien.
Las frases propuestas podrían resumirse en una: ‘no te preocupes, todo va a estar bien’.
Es evidente que solemos pensar que para hacer que alguien se anime hay que decirle que no va a haber problemas.
Por eso llama la atención lo que leemos en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Hch 14, 21-27).
Narra que el apóstol Pablo y su acompañante, Bernabé volvieron a visitar algunas comunidades, y ahí “animaban a los discípulos y los exhortaban a perseverar en la fe”, y ¿qué es lo que les decían para animarlos? “que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”.
¿Leímos bien? ¿Para animarlos a no abandonar la fe les anunciaban tribulaciones? ¿A quién se le ocurre que semejante aviso pueda dar ánimos? ¿Cómo puede animar a alguien el pensar que enfrentará muchos problemas?
Para comprenderlo cabe considerar tres puntos.
El primero es que el sufrimiento es inevitable, aunque no nos guste pensar en ello, y algunos lleguen traten de evadirlo por todos los medios (incluido llegando al extremo de ingresar a una secta que falsamente les promete que pararán de sufrir).
Como decía el misionero comboniano, padre Pederzini, en su estupendo libro ‘Para sufrir menos, para sufrir mejor’, no es cuestión de ‘si’ vamos a sufrir, sino de ‘cuándo’ vamos a sufrir, porque tarde o temprano, a todos nos pasará que enfrentaremos algún tipo de sufrimiento, sea una dificultad económica, una enfermedad, nuestra o de u ser querido, la muerte de alguien que amamos.
Y no son ésos los únicos sufrimientos que nos esperan. Los cristianos de los primeros tiempos y los de nuestro tiempo, enfrentamos también dificultades, que van desde incomprensión, críticas, burlas y bullying, hasta persecuciones, tortura y asesinatos.
El segundo punto que hay que considerar es que el hecho de que nos toque sufrir no significa de modo alguno que Dios nos esté castigando o que se haya olvidado de nosotros, dos ideas que mucha gente tiene cuando le toca vivir algo difícil o doloroso. Se pregunta: ‘¿qué hice para merecer esto?, ¿por qué Dios me castiga así?, ¿por qué no escucha mis ruegos?, ¿por qué no me libra de esto?’
El sufrimiento no es un castigo ni un olvido de Dios. Forma parte de lo que a todos, buenos y malos, nos toca padecer en este mundo.
En este sentido, debemos tener siempre presente que el propio Jesús padeció, y que fue a través de Su sufrimiento como recibimos la salvación.
Así pues, ante la certeza de que sufriremos, ya no cabe preguntarnos cómo haremos para evadirlo, pues es imposible, sino ¿cómo lo viviremos? Y sólo hay dos opciones: vivirlo como un tormento que nos enoja, nos agobia, nos deprime, nos roba la paz, nos vuelve insoportables para los demás y nos aleja de Dios, o unirlo al sufrimiento de Cristo, para que nuestro sufrimiento tenga un sentido redentor, que lo aceptemos con paz, y se lo ofrezcamos con amor (por ejemplo, en agradecimiento por lo que Él sufrió por nosotros; o para rogarle por la conversión de nuestros seres queridos, o por los enfermos, o por alguna otra intención).
Saber que vamos a sufrir y que nuestro sufrimiento puede tener un sentido positivo, hace toda la diferencia, porque nos permite prepararnos para enfrentarlo cuando llegue, y aprovecharlo para bien.
Lo que Pablo y Bernabé anunciaron a los discípulos, ya lo había anunciado mucho antes Jesucristo. Les dijo a Sus apóstoles: “En el mundo tendrán tribulación, pero ¡ánimo! Yo he vencido al mundo.” (Jn 16, 33). Eso nos lleva al tercer punto a considerar:
Para lograr salir adelante de cualquier sufrimiento, hemos de tomarnos de la mano de Aquel que los asumió y los venció en la cruz. Sólo Él puede sostenernos y ayudarnos a superar cualquier tribulación. Jesús nos da lo que a nosotros nos falta: la fortaleza, la entereza y la serenidad que necesitamos para no desesperar (porque a veces no es la tribulación lo que más nos afecta, sino que la vivimos con impaciencia y desesperanza).
Ahora podemos comprender por qué el anunciarle a los discípulos que pasarían por muchas tribulaciones era para animarlos. Claro, para que cuando éstas llegaran ellos no se desconcertaran, no se sintieran abandonados por Dios, todo lo contrario, se sintieran gozosos de poder participar en los sufrimientos de Cristo, y poder también participar en Su victoria.
Y es que no se trata solamente de sufrir, y de atorarse en el sufrimiento, sino de poner la mirada más allá, en el sentido que éste tiene, para aprender a captarlo como un medio que nos ayuda a purificarnos, a crecer en paciencia, en humildad, en empatía con los hermanos, en solidaridad y caridad; que nos despoja de nuestra autosuficiencia, que nos ayuda a volver la mirada a Dios, que nos enseña a esperar sólo en Él, a depender sólo de Él, en suma, es un medio que nos santifica y nos encamina hacia esa vida eterna prometida, anunciada en la Segunda Lectura dominical (ver Ap 21, 1-5), en la que “ya no habrá muerte ni duelo, ni penas ni llantos”, es decir, en la que ya no sufriremos nunca más, sino gozaremos de una dicha que no tendrá final.
Visto desde ese ángulo, el sufrimiento adquiere su justa dimensión, y la perspectiva de sufrir, lejos de desanimarnos, sirve para motivarnos a perseverar en la fe, tal y como proponían Pablo y Bernabé.