Consuelos
Alejandra María Sosa Elízaga*
El aviso les ha de haber caído peor que un balde de agua fría, los ha de haber dejado helados, completamente desconcertados, sin saber qué pensar.
Me refiero a los discípulos de Jesús, cuando les anunció por primera vez que iba a ser rechazado “por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser matado y resucitar al tercer día.” (Lc 9, 22).
Han de haber sentido que su mundo se ponía de cabeza. ¿Cómo era posible que a su Maestro, al que habían escuchado predicar como nadie, al que habían visto realizar milagros espectaculares, del que estaban convencidos que era el Mesías que el pueblo de Israel esperaba desde hacía siglos, fuera a ser rechazado justamente por los dirigentes de ese pueblo, y no con un rechazo leve, sino ¡asesinado!?
Era tan fuerte y tan mala la primera parte de la noticia, que ni se fijaron en la segunda parte: que resucitaría. Se quedaron atorados en el azoro y el espanto de pensar que su Señor, al que siguieron, dejándolo todo, y al que además amaban entrañablemente, fuera a sufrir y a morir. Probablemente pensaban que no sólo moriría Él, sino también las esperanzas que ellos tenían puestas en Él, y no sería raro que más de uno comenzara a pensar si no se habrían equivocado al seguirlo.
Podemos imaginar que los discípulos se quedaron sin habla, descontrolados, tristes, desanimados. Y Jesús, que los amaba y conocía lo que les sucedía en su interior, quiso hacer algo al respecto.
Es lo que nos narra el Evangelio según san Lucas, que se proclama en Misa este domingo (ver Lc 9,28-36).
Jesús se llevó consigo a Sus tres discípulos más cercanos, Pedro, Santiago y Juan, y se transfiguró en su presencia. ¿Qué significa eso? Dice el Evangelio que Jesús “cambió de aspecto y Sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes.”
Eso ya de entrada les mostraba a los tres discípulos que se encontraban ante la presencia de Dios, recordemos que el Antiguo Testamento, lo blanco y relampagueante se asocia con manifestaciones divinas (ver Dan 7,9; Ex 19, 16-19).
¿Por qué Jesús se transfiguró? Para que Sus discípulos pudieran ver un pequeño anticipo de Su gloria, para rescatarlos de la duda y el desánimo, para que se dieran cuenta de que sí era quien creían que era.
Y eso no fue todo. De pronto aparecieron conversando con Jesús, Moisés y Elías.
¿Quiénes eran?
Moisés fue el hombre al que Dios le encomendó sacar a Su pueblo de la esclavitud en Egipto y conducirlo durante cuarenta años por el desierto hacia la tierra prometida. A él le entregó las tablas de los 10 mandamientos. Moisés representaba la Ley de Dios.
Elías fue un gran profeta, al que Dios le concedió realizar grandes prodigios, y del que dice la Sagrada Escritura que fue arrebatado al cielo. Representaba a todos los profetas.
¿Qué significa que Moisés y Elías se aparecieran y conversaran con Jesús?
Era un modo de hacerles ver a los discípulos que el hecho de que Jesús fuera a ser rechazado por los dirigentes del pueblo y matado, no significaba que no fuera el Mesías, que Su plan estaba sustentado en la Sagrada Escritura y anunciado por los profetas. Y, sobre todo, avalado por Dios.
Es que todavía hay más. Dice el Evangelio que se formó una nube (recordemos que en el Antiguo Testamento, Dios también se manifestaba a Su pueblo en una nube -ver Ex 13, 21-22). De esta nube salió la voz del Padre que dijo: “Éste es Mi Hijo, Mi elegido. Escúchenlo”.
¿Qué más prueba necesitaban ya? ¡Dios Padre había hablado, pidiéndoles escuchar, es decir, abrir los oídos del alma para creer y aceptar las palabras de Jesús.
Qué bello captar ese lado tan sensible, tierno, compasivo de Jesús, que sabiendo bien lo que pasaba en el corazón de Sus discípulos, aunque éstos no le habían dicho nada, quiso hacer algo muy especial para fortalecerles la fe y el ánimo. Pedro nunca lo olvidó y dio testimonio de ello (ver 2Pe 1, 16-18).
Y resulta conmovedor, no sólo ver lo que hizo Jesús por Sus discípulos, sino saber que también lo hace por nosotros. Cuando pasamos por momentos difíciles, ante alguna noticia que nos descontrola y ‘achicopala’, Jesús nos manifiesta Su presencia de alguna manera, nos sostiene con Su gracia, envía a alguien a ayudarnos.
Lo malo es que a veces no nos damos cuenta. Dejamos que nuestros problemas nos agobien y cerramos los ojos a la presencia del Señor en nuestra vida.
Dice el Evangelio de los discípulos que “despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que estaban con Él.” Pidámosle que nos ayude a despertarnos, a abrir los ojos del corazón para ser sensibles y captar en nuestra vida los incontables consuelos que suele enviarnos.