Con Dios o sin Dios
Alejandra María Sosa Elízaga*
La disyuntiva es clarísima. No se admiten las medias tintas.
O crees en Dios o no crees.
Si tienes fe en Dios, confías en Él, te pones en Sus manos, procuras cumplir Su voluntad; no sientes temor ni soledad, pues sabes que cuentas con Él, que en todo interviene para bien, y si permite algo, te ayuda a superarlo, lo cual te llena de paz.
Si no tienes fe en Dios, confías en el mundo, te pones en sus manos, sigues sus criterios, te abruma sentir el peso de tus problemas sobre tus frágiles hombros, y saber que no cuentas realmente con nadie para resolverlos, te llena de miedo y agobio.
Las tres Lecturas que se proclaman este domingo en Misa, dejan claro que hay una diferencia radical entre vivir con Dios o sin Dios.
En la Primera Lectura (ver Jer 17, 5-8) dice el profeta Jeremías: “Esto dice el Señor: ‘Maldito el hombre que confía en el hombre, que pone en él su fuerza y aparta del Señor su corazón. Será como un cardo en la estepa, que nunca disfrutará de la lluvia. Vivirá en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhabitable’...”
Y antes de que alguien se pregunte sorprendido si acaso Dios está proponiendo que no confiemos en las personas, hay que aclarar que no es así. Lo que Él rechaza es que por confiar más en los seres humanos, nos apartemos de Él. ¿Por qué?, porque quiere nuestro bien, y sabe que si ponemos toda nuestra confianza en nuestros semejantes, tarde o temprano quedaremos defraudados.
Como siempre, lo que Dios nos pide, es para nuestro bien.
Lo deja claro cuando afirma: “Bendito el hombre que confía en el Señor y en Él pone su esperanza. Será como un árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces; cuando llegue el calor, no lo sentirá y sus hojas se conservarán siempre verdes; en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar fruto.”
Plantea un contraste radical, para que comprendamos que hemos de tomarnos de Su mano o vamos derecho a la decepción y al desastre.
En respuesta a esta Palabra, dice el salmista: “Dichoso aquel que no se guía por mundanos criterios.” (Sal 1,1), es decir, que no se deja llevar por las propuestas del mundo, que suelen ser contrarias a las de Dios.
En la Segunda Lectura (ver 1Cor 15, 12. 16-20), dice san Pablo que si Cristo no hubiera resucitado, y nuestra esperanza “se redujera tan sólo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de los hombres”
Y en el Evangelio (ver Lc 6, 17. 20-26), las bienaventuranzas y las maldiciones que pronuncia Jesús nos dejan ver claramente que Sus criterios no son nuestros criterios, que lo que Él propone va a contracorriente del mundo y hemos de optar por una de las dos, pues a cada paso se nos presenta una disyuntiva: vivir con Dios o sin Dios.
Pululan en las redes sociales mensajes que hablan de que ‘nuestros límites están en nuestra mente’, que ‘la fuerza está en nosotros mismos’, que ‘debemos alumbrar a los demás con nuestra propia luz’, que ‘todo lo podemos si nos los proponemos’, etc. Se nos invita, más bien se nos empuja, a confiar solamente en nosotros mismos.
Nuestra sociedad ha expulsado a Dios de las escuelas, de la política, de las relaciones económicas, sociales, culturales. Todo lo que huela a Dios o a Iglesia enfrenta cada vez mayor rechazo.
Está entrando a la tercera edad la última generación que todavía fue criada por padres y abuelos católicos, que les enseñaron valores cristianos. A la gran mayoría de los niños y jóvenes de hoy, nadie les ha hablado ni les habla de Dios. No lo conocen, no lo aman, no lo consideran relevante en sus vidas.
Y ya estamos viendo el resultado.
Niños y jóvenes que no le encuentran sentido a su existencia, que la desgastan en el alcohol, la droga, las aberraciones sexuales, y la delincuencia.
Viven, como dijo el profeta, en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhabitable que se les hace insoportable y desgraciadamente, muchos optan por suicidarse.
Y no sólo ellos, hay mucha personas, de todas las edades, que viven agobiadas, infelices, deprimidas, enojadas, sin esperanza, sin Dios.
Urge rescatarlas, hablarles de Él, animarlas a conocerlo, a cambiar de mentalidad, a poner su confianza y esperanza en Él, no en sí mismas ni en el mundo, y experimentar así la bendición, la dicha, de ser como ese árbol que por estar plantado junto al agua, pase lo que pase nunca se marchita y se mantiene siempre fecundo.