Pecado y gracia
Alejandra María Sosa Elízaga*
¡Qué barbaridad!, ¡no lo sabía!, ¡tienes razón, tú eres un pecador!, ¡voy a buscar a alguien mejor!’
Son frases que jamás vamos a leer en la Biblia, porque Dios jamás las pronunció.
Y ¿cuándo hubiera podido decirlas?
Las Lecturas que se proclaman este domingo en Misa nos muestran, al menos, tres oportunidades.
En la Primera Lectura (ver Is 6, 1-2.3-8), el profeta Isaías narra que tuvo una visión, en la que contempló “al Señor, sentado sobre un trono muy alto y magnífico.” y exclamó: “¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, porque he visto con mis ojos al rey y Señor...”
En la Segunda Lectura (ver 1Cor 15, 1-11), san Pablo dice que Cristo se le apareció a él, que es “como un aborto”, y aclara por qué se refiere a sí mismo de esa manera: “yo perseguí a la Iglesia de Dios y por eso soy el último de los apóstoles e indigno de llamarme apóstol.”
Y en el Evangelio (ver Lc 5, 1-11), san Lucas nos cuenta que cuando Jesús terminó de predicar a una multitud, sentado en la barca de Simón, y le pidió que llevara la barca mar adentro y echaran las redes para pescar, éste replicó que toda la noche habían intentado en vano pescar, pero que confiado en Su Palabra echaría las redes, así lo hizo, y obtuvieron tantos pescados que las redes se rompían. Entonces Simón “se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: ‘¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!’...”
Ahí tenemos, tres ejemplos de hombres que en un momento dado, se sintieron indignos de estar en la presencia o al servicio de Dios, y así lo expresaron.
Y ahí es donde el Señor hubiera podido decirles algo así como: es verdad, no me había dado cuenta de que no calificas porque eres de lo peor’, pero nunca lo hizo. ¿Por qué? Porque como dice ese bellísimo texto del profeta Jeremías, el Señor nos conoce desde antes de estar en el seno de nuestra madre (ver Jer 1,5). A Dios no se le escapa ningún detalle, sabe perfectamente cuáles son nuestras cualidades y nuestros defectos, nuestras virtudes y pecados. No nos elige porque lo ‘apantalle’ nuestro currículum, ni mucho menos porque crea que somos santos, sabe bien que estamos lejos de serlo. Tampoco nos desprecia ni nos descalifica por nuestros pecados: espera siempre lo mejor de nosotros porque sabe que con ayuda de Su gracia, podremos lograr lo que sea que nos quiera encomendar.
En la Primera Lectura, en la visión de Isaías, un serafín le toca los labios con una brasa tomada del altar, y con ello sus labios impuros, quedan purificado, y sus pecados le son perdonados. Y así, cuando Dios pregunta: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía?”, no duda en responder de inmediato: “Aquí estoy, Señor, envíame.”
En la Segunda Lectura, san Pablo reconoce que a pesar de haber sido lo que fue, Dios le concedió Su gracia, y, algo muy importante, que esa gracia no fue estéril en él.
Y en el Evangelio, Jesús le pide a Simón que no tema y se deje convertir en “pescador de hombres”, es decir, se deje transformar por la gracia, para hallar nuevo sentido y plenitud a su vida, y él acepta. Deja todo y sigue a Jesús.
Tres casos en los que comprobamos que Dios no juzga como juzgamos nosotros, con dureza y dando por perdido al juzgado. Él, a pesar de que conoce nuestros límites, no se deja desanimar por ellos porque sabe que con Su ayuda podemos superarlos.
Eso sí, lo único que requiere de nosotros es honradez, humildad y disponibilidad.
Que sepamos reconocer nuestra propia indignidad y pequeñez; que admitamos que sin Él no podemos nada, pero que no tomemos eso de pretexto para no hacer nada o para alejarnos de Él, sino que estemos dispuestos a abrirnos a Su gracia.
Si lo hacemos así, podremos, como el salmista, cantar:
“Señor, te damos gracias
por Tu lealtad y por Tu amor:
siempre que Te invocamos nos oíste
y nos llenaste de valor.” (Sal 138, 2-3)