Escucha vital
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Por qué lloraban?
Se le hizo esta pregunta a diversas personas, en referencia a la Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Neh 8, 2-4.5-6.8-10), en la que se narra que el sacerdote Esdras se puso a leer el libro de la Ley ante una gran asamblea, y “todos lloraban al escuchar las palabras de la Ley”.
¿Por qué lloraban? Las respuestas recibidas fueron de lo más variadas y, cabe decir, desencaminadas: ‘Porque les daba miedo lo que oían’. ‘Porque estaban cansados pues Esdras ya llevaba leyendo sin parar desde el amanecer hasta el mediodía.’ ‘Porque leía muy bonito’. ‘Porque no entendían nada’, ‘Porque lo aburrió hasta las lágrimas’ (eso lo respondió un despistado, que oyó que Esdras leía la ‘Ley’ y creyó que era algo así como el código penal o el reglamento de tránsito), y, por último, la respuesta más común: ‘No tengo ni idea’.
Para entender la razón de ese llanto, hay que situar lo leído en contexto.
El pueblo judío había sido exiliado a Babilonia. Allí permaneció durante muchas décadas, y poco a poco las gentes fueron asimilando la cultura del lugar y olvidando su propia identidad. Cuando por fin pudieron regresar a su tierra, encontraron Jerusalén casi despoblada, su muralla en ruinas, el Templo destruido, fue algo tremendo.
Entonces el profeta Nehemías, inspirado por Dios, los animó a emprender la reconstrucción.
Luego de muchas dificultades, lograron reconstruir el muro que rodeaba y protegía la ciudad, y traer de nuevo gente a poblarla.
La Primera Lectura narra un momento inolvidable (tan importante fue que en la Biblia de Jerusalén lo titulan: ‘Inicio del judaísmo’), en el que se reunió toda la gente, el sacerdote Esdras trajo el libro de la Ley (lo que nosotros conocemos como el Pentateuco, los cinco primeros libros de la Biblia), y con gran solemnidad y desde un estrado alto que se mandó construir para la ocasión, se puso a proclamar la Palabra de Dios.
Había allí muchas personas que jamás en su vida habían escuchado los bellísimos relatos de cómo Dios creó el mundo, cómo hizo al hombre y a la mujer, cómo a lo largo de la historia, a pesar de que una y otra vez el hombre la falló a Dios, Él nunca lo abandonó. Conocieron por primera vez la historia de Abraham, la de Moisés, ¿te imaginas? después de haber vivido como paganos en Babilonia, creyendo que cada uno tenía que atenerse a sus propias frágiles fuerzas, descubrieron que ¡contaban con Dios, que era su Padre, que eran Su pueblo amado, elegido, y que Él no era como los temibles dioses falsos de los babilonios, sino que era compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel!
¡Claro que era como para llorar! Unos lloraban de alegría, otros de emoción, otros tal vez de tristeza, lamentando haber vivido tanto tiempo en la ignorancia, pero todos sentían una honda alegría interior y una inmensa gratitud por tener un Dios que les hablaba, que se dignaba comunicarles Su voluntad. Dice el texto que todos estaban atentos a la lectura. Y que luego de escuchar la Palabra del Señor, fueron enviados a sus casas a celebrar con alegría.
¿Sucede lo mismo hoy en día?
Si este domingo pasamos la vista por los asistentes a Misa que escuchan las Lecturas, ¿los encontraremos también muy atentos? O tal vez habrá quien esté checando su celular, quien aproveche para leer la reflexión en la hojita, incluso quien se ponga a cabecear?
Probablemente así será.
Es que todavía hay muchos creyentes que no han captado, como logró capar aquella gente, que la Palabra que escuchan no es algo ajeno que no les concierne, sino algo profundamente personal, el medio a través del cual Dios nos hace saber Su amor, nos da a conocer Su voluntad.
Es vital para nosotros escucharla, para sentirnos amados y para saber quiénes somos y por dónde hemos de caminar.
Si no escuchamos lo que el Señor nos dice a través de Su Palabra, corremos el riesgo de sentirnos solos, creer que dependemos de nosotros mismos, caer en una autosuficiencia que tarde o temprano terminará en desesperanza; prestar oído a las otras voces que nos rodean, y dejar que nos encaminen por sendas que nos lleven a perder nuestra identidad de hijos amados de Dios.
Con base en el Salmo 19 que responde a esta Lectura en Misa, pidamos al Señor que Su Palabra, que “reconforta el alma”, y hace “sabio al sencillo”, siempre sea, para nosotros, “alegría para el corazón” y “luz...para alumbrar el camino”.