Recuperar el asombro
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Cómo hubieras reaccionado si en la noche de Navidad uno de tus parientes hubiera invitado a unos amigos suyos recién llegados de un país muy lejano y exótico, y cuando éstos hubieran visto el Nacimiento y preguntado de qué se trataba, se hubieran maravillado tanto al oír la respuesta que de pronto hubieran empezado a dar saltos de alegría, a bailar, a lanzar vivas y exclamaciones de gozo y así se hubieran pasado toda la noche ante la escena de Belén?
Quizá hubieras pensado que estaban locos; quizá le hubieras dicho a tu pariente: 'a ver si les dices a tus cuates que ya le bajen a su relajo, a poco nunca habían visto un Nacimiento, ni que fuera para tanto'; quizá hubieras pedido que les explicaran que habían sido invitados a cenar, y que por su culpa ya se estaban enfriando los romeritos; quizá te la hubieras pasado intercambiando miradas y cejas levantadas con otros miembros de la familia igualmente hambrientos, impacientes e incómodos; quizá te hubieras propuesto exigirle a tu pariente que nunca pero nunca más los volviera a invitar.
Pero qué tal si no hubiera sido así.
Qué tal si la emoción de estos extranjeros no hubiera sido molesta sino hubiera tenido un efecto inesperado: el de hacerte ver con nuevos ojos algo que ya has dado por sentado.
Entonces tal vez te hubiera pasado como le sucedió a un señor que se había aburrido de su casa y decidió venderla y le pidió a un amigo que le ayudara a redactar un anuncio para los avisos clasificados.
El amigo escribió: 'vendo acogedora casita en calle arbolada; dos habitaciones llenas de luz, cocina funcional, hermoso jardín al frente, zona muy tranquila.'
Leer ese anuncio le ayudó al vendedor en ciernes a ver su casa con nuevos ojos y cobrarle renovado aprecio, por lo que desistió de venderla.
Ayuda mucho que alguien de fuera nos ayude a ver desde su punto de vista, como por primera vez, las cosas a las que nos hemos habituado.
Quizá con esa intención la Iglesia nos narra cada año la historia de unos personajes que emprendieron un viaje larguísimo y seguramente agotador con tal de ir a adorar a ese Recién Nacido cuyo nacimiento conmemoramos cada veinticinco de diciembre con una fiesta en la que suele suceder que se le da más importancia a otras cosas (la cena, el brindis, los regalos, los adornos, el arbolito) que a Él.
Tal vez la Iglesia nos los pone delante cada enero, dentro del tiempo navideño, como para que nos tiren de la manga y nos digan: '¡Despierten!, ¡dénse cuenta de que están pasando por alto lo verdaderamente importante! Nosotros vinimos de muy lejos para adorar a Aquel a Quien ustedes tienen ¡aquí mismo, en su Iglesia, en su hogar, en su corazón, todos los días, a todas horas! ¡No se acostumbren a Su presencia, no la den por hecho, no la olviden, no la dejen a un lado porque es lo más valioso que tienen, lo único que vale la pena, aquello por lo que nosotros estuvimos dispuestos a dejarlo todo con tal de encontrarlo!
No sean como esos 'expertos', que cuando preguntamos a Herodes dónde debía nacer el Rey, supieron informarle perfectamente pero ¡no nos acompañaron a ir a verlo! Nos quedamos pasmados ante su indiferencia, nos sorprendió que fueran capaces de recordar y recitar perfectamente sus Sagradas Escrituras pero ¡sólo de dientes para afuera, sin dejarse mover por ellas! No sean ustedes así, no desperdicien el encuentro, no se limiten a conocer con la mente que les ha nacido un Salvador, sin que ello estremezca hasta el fondo su corazón.
No se limiten a contemplarlo conmovidos como figurita en un pesebre y a olvidarse de Él en persona, ¡ábranse al don extraordinario de Su Presencia, aprovechen los regalos increíbles que tiene para ustedes cuando se acercan a Él en la oración, en la escucha de Su Palabra, en los Sacramentos!, ¡sacúdanse el tedio, recuperen el asombro y no lo pierdan nunca más!
Quizá para que nos digan todo esto los sabios de Oriente nos los presenta cada año la Iglesia en la Solemnidad de la Epifanía.
Ojalá sepamos captar su mensaje y, como ellos, aprendamos a ver lo extraordinario en lo ordinario, y al contemplar al Niño Jesús no nos limitemos a lo bonito o anecdótico, sino profundicemos en el gozo inmenso que supone el que Dios, el Autor de todo cuanto existe, el Rey del Universo, se haya compadecido de nuestras miserias y haya venido a rescatarnos de ellas, haciéndose uno de nosotros.
Ojalá sepamos imitarlos en su notable disponibilidad para dejar lo que sea con tal de postrarse ante Aquel a quien debemos todo, y ofrecerle oro, en reconocimiento a que es Rey; incienso, en reconocimiento a Su divinidad, y mirra, en anticipación a Su muerte por nosotros. Regalos para el Rey de reyes, Dios y Hombre verdadero.
Ojalá aceptemos esta muda invitación anual a replantearnos la historia de los Reyes Magos y a no considerarlos simples personajes de cuento, cuyo sólo papel consiste en inspirar el nombre de una sabrosa rosca de frutas secas que se merienda con chocolate caliente y mantener a algunos niños despiertos, quién sabe si de susto o de emoción, ante la idea de que entrarán a la casa con todo y caballo, camello y, peor, elefante, trayendo, pero no a todos, los regalos que olvidó el tal 'Santa Clós'.
Ojalá no los tengamos por simples muñecos pintorescos que sacamos y guardamos cada año en una caja, sino sepamos descubrir la gran verdad que su historia encierra: que la salvación que Dios ofrece es para todos y que el Señor pone constantemente señales ante nosotros esperando que les prestemos atención y nos dejemos mover por ellas para tener -y mantener- un encuentro personal con Aquel cuya Luz está siempre en el horizonte para alumbrarnos el camino.
(Tomado, con autorización, del libro de Alejandra Ma Sosa E ‘Caminar sobre las aguas’, col. La Palabra ilumina tu vida, ciclo C, Ediciones 72, México, p. 26)