No de este mundo
Alejandra María Sosa Elízaga*
Un señor sentado hasta arriba de una torre de sillas. Fue lo que imaginó un niño pequeño al que se le pidió que hiciera el dibujo de un rey. Quiso representar su importancia dibujándolo lo más alto que se le ocurrió.
En su lugar probablemente hubiéramos hecho lo mismo. Los reyes de los que sabemos por los libros de historia, o por los periódicos y revistas del corazón suelen ser personajes importantes, poderosos, ricos y famosos, que están -y se sienten- muy por encima del común de la gente.
Por eso, en este domingo, en que la Iglesia celebra la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, no nos extraña que en las Antífonas, las Lecturas, y el Salmo se mencionen el poder, la riqueza, la fuerza, el honor, la gloria, el imperio, la soberanía, la majestad, como atributos del Rey que estamos celebrando.
Y sin embargo, no podemos menos que tener presente que ese Rey no nació en un palacio, sino en un pesebre, porque no hubo lugar para Él en la posada; que lo primero que hizo cuando inició Su ministerio, no fue lanzarles a sus súbditos un discurso desde un balcón, sino presentarse humildemente entre los pecadores, para hacerse bautizar por Juan; que cuando llegó a Jerusalén, no hizo una entrada triunfal cabalgando un brioso corcel, al frente de un ejército, sino montado en un burrito; y que cuando luego de ser injusta y salvajemente flagelado, vio que los soldados estaban trenzando con ramas llenas de espinas una corona -más bien un casco, como muestra la Sábana Santa- no los mandó matar, sino dejó que terminaran y lo coronaran, clavándole cincuenta espinas que le han de haber causado un dolor inimaginable.
Siendo el Rey, el Autor y Dueño de todo cuanto existe, a quien hubiera habido que otorgarle la mejor corona de oro y piedras preciosas, y aún así no hubiera sido suficiente, ¡aceptó recibir una de espinas!, ¡se dejó humillar!
Rompió completamente nuestros esquemas mentales, lo que entendemos que es un rey.
¿Por qué lo hizo?
La explicación se la dio Jesús a Pilato, según leemos en el Evangelio de este domingo (ver Jn 18, 33-37): Su Reino no es de este mundo.
¿Qué significa eso? Que Jesús no vino a ser Rey al estilo de los reyes que conocemos, sino al estilo de Dios, que nos enseña que el poder consiste en servir; que para ser verdaderamente ricos, hemos de ser pobres de espíritu; que en nuestra debilidad se manifiesta Su fuerza; que el honor y la gloria sólo se alcanzan a través de la humildad.
Es este último día del año litúrgico, la Iglesia nos recuerda que Jesús es nuestro Rey, y que Su Reino se rige por criterios muy distintos a los reinos que conocemos.
En los reinos de este mundo hay que pasar por encima de otros para sobresalir, en el Reino de Jesús, para sobresalir basta amar; en los reinos de este mundo sólo apantallan las cosas grandes e importantes, en el Reino de Jesús hasta el bien más pequeñito, es apreciado y tomado en cuenta; en los reinos de este mundo triunfa el odio, la violencia, la venganza, en el Reino de Jesús triunfan el perdón y la paz; en los reinos de este mundo se engaña, se roba, se asesina; en el Reino de Jesús se dice la verdad, se respeta a los otros, se defiende la vida.
El Reino de Jesús va a contrapelo, a contracorriente del mundo, y si alguien se siente tentado a dejarlo a Él y a dejarse seducir por los reinos mundanos, debe saber que existe otra diferencia que conviene tomar muy en cuenta: éstos llegarán a su fin en algún momento, pero el Reino de Jesús es eterno.