Compasivo
Alejandra María Sosa Elízaga*
‘No tengo idea de lo que sientes, porque a mí nunca me ha sucedido’.
‘Te comprendo porque yo pasé por algo parecido.
Son dos frases opuestas que suele decirle la gente a alguien que está padeciendo una situación difícil, como por ejemplo la muerte de un ser amado, una grave dificultad económica, un divorcio, un tratamiento médico complicado...
Escuchar la primera frase provoca una sensación de soledad, la triste certeza de que la otra persona no comprende lo que uno siente. Tal vez la única manera de compensar el mal efecto que esas palabras producen es acompañarlas de alguna otra frase, como: ‘pero aquí estoy, cuentas conmigo’, y lo mejor, un abrazo, es decir, una expresión tangible de cercanía.
La segunda frase, aunque tenga sus ‘asegunes’ pues nadie puede asegurar que sabe perfectamente lo que alguien más siente, suele ser un bálsamo para el alma, que hace sentir a la persona que la escucha, que su sufrimiento es comprendido, que lo que siente halla eco en otro corazón.
Por eso tantos grupos de auto-ayuda están conformados por personas que están atravesando por la misma situación (por ejemplo adictos, jugadores compulsivos, personas con sobrepeso, deudos en duelo, padres solteros, etc.). Se sienten en confianza, saben que pueden platicar lo que han vivido, y encontrarán oídos comprensivos.
Pues si contar con humana solidaridad es tan consolador, ¡cuánto más lo es contar con la del Señor!
La Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Heb 4, 14-16), se refiere a Jesús como nuestro sumo sacerdote, que intercede por nosotros desde el cielo.
Y afirma: “No tenemos un sumo sacerdote que no sea capaz de compadecerse de nuestros sufrimientos, puesto que Él mismo ha pasado por las mismas pruebas que nosotros, excepto el pecado.”
¡Qué maravilla que podemos tener la absoluta seguridad de que Jesús nos entiende perfectamente, no sólo porque siendo Dios conoce nuestros pensamientos y sentimientos, sino porque Él ha pasado por lo mismo que nosotros pasamos, y mucho más!
¿Te han malinterpretado, atacado, traicionado, abandonado? A Él también. ¿Has sentido pavor y angustia?, ¿una tristeza mortal? También Él ¿Has sufrido injusticias, burlas, humillaciones? Él también. ¿Te han acusado siendo inocente?, ¿has tenido que pagar por lo que otros hicieron? También Él. ¿Te ha dolido ver sufrir a tus seres queridos? Él también
Nadie ha sufrido todo lo que sufrió Jesús: el dolor espiritual de verse lejos de Su Padre; el dolor moral de asumir la podredumbre humana, todos los pecados del mundo, Él que nunca los cometió; el dolor emocional de que Sus amigos lo dejaran solo, primero porque se durmieron, y luego porque salieron huyendo; y el dolor físico ante el horror que le esperaba con la flagelación, la corona de espinas, la crucifixión.
Y aunque tu sufrimiento y el Suyo obviamente no tienen la misma dimensión, ni son por la misma razón, comparten en cierta medida la misma sensación, están hechos, por así decirlo, del mismo material, de la misma emoción, en ambos hay miedo, lágrimas, tensión, desolación.
Jesús sabe lo que sientes porque Él mismo lo ha sentido. Eso nos permite percibirlo cercanísimo, tener la seguridad de que no es como uno de esos ‘funcionarios de escritorio’ que mira desde lejos a sus subalternos sin tener idea de lo que les pasa.
Propone la Segunda Lectura:
“Acerquémonos, por lo tanto, con plena confianza al trono de la gracia, para recibir misericordia y hallar la gracia y obtener ayuda en el momento oportuno”
Jesús nos entiende mejor que nadie, mejor aún que lo que nos entendemos nosotros mismos. Pero Su solidaridad no se limita a eso. Va mucho más allá, en dos sentidos:
Por una parte, nos ayuda, nos da lo que necesitamos para superar lo que enfrentamos. Fortaleza, paz, paciencia, sabiduría, perseverancia, lo que sea que nos falte, nos lo va proporcionando, día a día.
Por otra parte, no hay que olvidar que Jesús no sufrió por sufrir: asumió nuestro sufrimiento para redimirlo. Y nos da la oportunidad de unir nuestro sufrimiento al Suyo, hallarle sentido, poder vivirlo y ofrecerlo, ponerlo en Sus manos, para nuestro bien y el de nuestros hermanos.
Qué alivio saber que en toda circunstancia de nuestra vida, por difícil o dolorosa que sea, contamos con un Dios compasivo, que puede decirnos: “te comprendo, porque pasé por algo parecido”, y además de ofrecernos Su abrazo y consuelo, nos da la gracia para superar aquello y aprovecharlo para encaminarnos y encaminar a otros hacia el cielo.