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Alejandra María Sosa Elízaga*
Quién sabe por qué casi todo mundo piensa que se fue y no regresó más.
Lo hemos escuchado en homilías, lo hemos leído en artículos, reflexiones y comentarios bíblicos.
Me refiero al hombre del que habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 10, 17-30). Dice que se arrodilló ante Jesús, le preguntó qué debía hacer para alcanzar la vida eterna, cuando recibió la respuesta de Jesús, que le pidió cumplir los mandamientos, aseguró que los había cumplido desde chico, recibió entonces una mirada amorosa de Jesús, que le pidió que vendiera todo lo que tenía, diera el dinero a los pobres, y después viniera y lo siguiera, el hombre “se entristeció y se fue apesadumbrado, porque tenía muchos bienes” y Jesús entonces comentó: “¡qué difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en el Reino de Dios!”.
Mucha gente da por hecho que como este hombre se fue entristecido, no quiso obedecer lo que le pidió Jesús, prefirió conservar sus bienes y nunca volvió.
Me permito disentir.
Recordemos, en primer lugar, la frase del Evangelio que dice que: “Jesús lo miró con amor”. Considera por un momento ¡cuán cargada de amor iba esa mirada que provenía nada más y nada menos de Aquel del que dice san Juan que “es amor”! (ver 1Jn 4, 8). ¿Cómo iba alguien a resistirse? El hecho de que el hombre no se quedara a replicarle nada, sino se fuera, permite pensar que se fue a cumplir lo que Jesús le pidió.
No olvidemos que era alguien que buscaba la perfección, alguien que no se conformaba con cumplir lo que cumplía desde niño, anhelaba más.
Recordemos, en segundo lugar, nuestra propia experiencia. ¿No te ha pasado que cuando hay una emergencia en la que se nos pide donar ropa, utensilios de cocina, enseres varios, etc. al momento de estar metiendo en una bolsa todo lo que se te ocurre, sientes de pronto cierta resistencia a desprenderte de esa prenda que te gusta tanto, de esos zapatos tan cómodos? Una vocecita interior dice: ‘¡nooo, no lo regales, todavía lo usas y te gusta muchoooo!’, y hay que hacer un esfuerzo para meter aquello en la bolsa. ¡Ay, los seres humanos nos apegamos rápidamente a las cosas, sobre todo a las cosas buenas, a las que nos hacen la vida más confortable! Si eso ocurre con algo tan sencillo como prendas de vestir, ¡imagínate lo que significó para ese hombre, que era muy rico, tener que deshacerse de todas, ab-so-lu-ta-men-te todas sus posesiones. ¡Es comprensible que se haya ido entristecido! Tal vez iba pensando en el camino: ‘¡Híjole, tengo que dejar la casa de mi familia!, ¡uy, debo despedirme de mis amados caballos pura sangre!, ¡ay, ya no tendré mi finca de descanso!...’
Pero podemos apostar a que cuando llegó a su casa, y miró todo alrededor, le pareció, como diría años más tarde san Pablo, que todo era basura, comparado con seguir a Cristo (ver Flp 3, 8).
Y esa mirada de amor que Jesús le dirigió, que seguramente se le quedó clavada en el alma, le dio el empujoncito final que necesitaba.
Es interesante notar que en este mismo domingo, se proclama como Primera Lectura un pasaje del libro de la Sabiduría (ver Sab 7, 7-11), en la que descubrimos que la prudencia fue concedida a quien suplicó por ella, la sabiduría a quien la invocó. La prudencia es una virtud cardinal, la sabiduría un don del Espíritu Santo, las hemos recibido, pero podemos dejarlas inertes, inactivas, como un regalo que nunca abrimos. Hemos de rogar a Dios que nos ayude a aprovecharlo. Si lo hacemos, sabremos discernir, como sin duda más tarde discernió ese hombre del Evangelio, que nos conviene sacudirnos cualquier cosa que se nos pegue, cualquier atadura, con tal de poder seguir a Jesús.
Resulta también significativo que en la Segunda Lectura, se proclama ese bellísimo texto de la llamada Carta a los Hebreos, que dice que “La Palabra de Dios es viva, eficaz y más penetrante que espada de dos filos. Llega hasta lo más íntimo del alma, hasta la médula de los huesos, y descubre los pensamientos e intenciones del corazón. Toda creatura es transparente para ella. Todo queda al desnudo y al descubierto ante los ojos de Aquel a quien debemos rendir cuentas” (Heb 4, 12-13)
Ese hombre del que habla el Evangelio tuvo un encontronazo con esta Palabra viva y eficaz, se topó cara a cara con el Verbo hecho carne, que le dijo algo que penetró en su corazón como espada, le llegó hasta lo más íntimo de su alma, le descubrió sus pensamientos, sus intenciones, sus apegos, le reveló lo que necesitaba cambiar, dejar, purificar.
¿Se resistió? Sí, claro que se resistió, como solemos resistirnos nosotros cuando se nos pide algo que nos cuesta dar. Pero eso no significa que se haya resistido para siempre.
Jesús dijo que a los que confían en sus riquezas les es difícil entrar al Reino. No dijo que les sea imposible.
Creo que ese hombre regresó. Como regresamos nosotros cuando nos damos cuenta de que nuestros apegos son lastres que nos impiden caminar ligeros hacia el Señor, cuando nos sentimos mal de de conservar algo que alguien más podía aprovechar, cuando, como de seguro le sucedió a aquel hombre, la mirada de amor de Jesús y la propia necesidad de alcanzar la santidad, nos impiden conformarnos con alejarnos entristecidos, nos hacen ver que no tenemos otra mejor posibilidad que deshacernos de lo que nos estorbe y regresar...
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Señor
Dame sabiduría.
La que te asistía, cuando creabas el universo.
La que sabe lo que te agrada, lo que es bueno, lo perfecto.
Para que mi conciencia no sea laxa ni escrupulosa,
sino sepa darle su justa dimensión a cada cosa.
Que en todo pueda discernir y cumplir Tu voluntad,
con prontitud y alegría,
para ir, con Tu gracia, alcanzando cada día,
la santidad.