Riqueza desprendida
Alejandra María Sosa Elízaga*
‘¡No espanten!’
Es lo que tal vez dijeron algunos cuando corrieron a revisar sus más preciados bienes, temiendo encontrarlos echados a perder, y los hallaron intactos, ¡fiuf! ¡qué susto!
Y tal vez algunos más, en el extremo opuesto, se dijeron: ‘¡qué bueno que no tengo oro ni plata, así que no me preocupo!’
Unos y otros se quedaron tranquilos, pero no debían estarlo tanto, porque las fuertes palabras del apóstol Santiago que escuchamos en la Segunda Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Stg 5, 1-6), no cabe aplicarse sólo a los ricos, sino a quienes han puesto su corazón y su confianza en sus bienes materiales y han caído en la codicia, y se la pasan ansiando tener más y más; en la avaricia, que los mueve a disfrutar egoístamente lo que poseen, sin querer compartirlo con los demás, y en la injusticia, que los hace cometer abusos con quienes menos tienen y con quienes dependen de ellos, por ejemplo: pagarles menos o retenerles su sueldo.
San Pablo dijo que el afán del dinero es la raíz de todos los males, y que muchos por ello se perdieron (ver 1Tim 6, 10).
Jesús se refirió siempre con desdén al dinero, lo llamó injusto (ver Lc 16, 9), dijo que no se puede servir a Dios y al dinero (ver Lc 16, 13), lanzó una lamentación contra los ricos de corazón (ver Lc 6, 24) y dijo que les va a ser muy difícil a los ricos entrar al Reino (ver Mc 10, 25).
El gran riesgo de acumular bienes, es llegar a sentimos satisfechos, creer que los obtuvimos por nosotros mismos, pensar ilusamente que todo lo podemos solos, sentirnos autosuficientes.
Por eso el autor del libro de Proverbios que leíamos en Misa este miércoles pasado pedía al Señor que no le diera pobreza, no fuera a ser que robara y lo ofendiera, pero también pedía que no le diera riqueza, pues ésta podía hacerlo olvidarse de Él (ver Prov 30, 8-9).
El apóstol Santiago le habla fuerte a los ricos, no porque los odie, sino para alertarlos, a ellos y a nosotros, del gran riesgo de permitir que las cosas de este mundo, que son muy pegajosas, se peguen al corazón, se vuelvan indispensables, nublen la vista de lo esencial.
Apego a la riqueza y soberbia suelen ir de la mano, por eso las combate Dios.
¿Cómo podemos lograr un auténtico desapego?
Ayuda mucho realizar regularmente prácticas de desprendimiento.
Por ejemplo, al menos una vez al mes, deshacernos de algo que nos guste (no sólo un bien material, puede ser un lugar que ocupamos, un privilegio del que gozamos), y permitir que lo disfrute a alguien más.
Renunciar a ciertos gustitos que nos damos, y donar el dinero a algún necesitado.
Apartar un porcentaje de nuestro presupuesto mensual, para darlo a la Iglesia y a alguna causa a la que deseemos ayudar.
Ser generosos y puntuales con los sueldos que pagamos, y con lo que damos a los demás. Si a nosotros nos afecta la crisis, ¡cuánto más a quienes pasan necesidad!
El desapego es algo que debe practicarse constantemente, no sólo en lo grande, también en lo pequeño, en lo cotidiano. Viene a la mente una anécdota sobre el padre Pío. Le encantaban los canelones pero nunca los comía porque en su convento no los preparaban. Un día, un amigo suyo le llevó de regalo un plato de deliciosos canelones caseros, tal como le gustaban al padre. Los agradeció mucho, se le hizo agua la boca, pero luego, fue y ¡se los regaló a uno de los frailes! Parece algo pequeño, pero es una muestra de su gran capacidad de sacrificio y desapego.
Pidamos a Dios que nos ayude a tener ‘corazón de teflón’ hacia los bienes de este mundo. Que a lo único a lo que nos adhiramos de verdad, sea a cumplir Su voluntad.