En Sus manos generosas
Alejandra María Sosa Elízaga*
Mi mamá, qepd, contaba de una familia que conocía, que cuando tenían visitas que se quedaban demasiado tiempo, hacían lo siguiente: se paraba la mamá y se salía un rato, luego regresaba a sentarse, quitada de la pena, y a seguir platicando. Entonces se paraba el señor, se salía otro rato, luego regresaba; se paraba un hijo, y así sucesivamente, todos los miembros de la familia se iban saliendo, lo más discretamente posible, de uno por uno. ¿A qué salían? A comer a escondidas a la cocina, para no invitar a comer a las visitas. Probablemente pensaban que la comida que tenían no alcanzaría para todos y preferían comérsela ellos solos.
Qué diferente la actitud de quienes son mencionados en las Lecturas que se proclaman en Misa este domingo.
En la Primera Lectura (ver 2Re 4, 42-44), se nos narra que un hombre regala al profeta Eliseo veinte panes de cebada y grano tierno. Era un gran regalo, y Eliseo pudo haber pensado: ‘¡Ni loco comparto estos ricos panes con la gente porque se los acabarían en un santiamén, mejor me los guardo y así me aseguro de tener comida para bastante tiempo!’. Pero no lo pensó, sino que le dijo a su empleado: “Dáselos a la gente para que coman”. Y cuando éste se mostró dudoso porque no le salían las cuentas, eso de repartir veinte panes entre cien hombres, Eliseo le aseguró que el Señor le había dicho: “Comerán todos y sobrará”. Los repartieron y, en efecto, sobraron.
Es significativo que el Salmo que responde a esta Lectura dice:
“A Ti, Señor, sus ojos vuelven todos
y Tu los alimentas a su tiempo.
Abres, Señor, Tus manos generosas,
y cuantos viven quedan satisfechos” (Sal 145).
Dicen que a Dios nadie le gana en generosidad. Basta poner en Sus manos generosas lo que tenemos, por poco que sea, y Él se encarga de multiplicarlo, de hacerlo rendir.
Lo vemos nuevamente en el Evangelio dominical (ver Jn 6, 1-15).
Jesús, rodeado de una multitud, preguntó a Felipe, uno de Sus discípulos, cómo comprarían pan para que comiera la gente. Éste respondió: “Ni doscientos denarios de pan bastarían para que a cada uno le tocara un pedazo de pan.”, en otras palabras no había modo de alimentar a tantas personas.
Y en eso, llegó Andrés, otros de los discípulos, diciendo: “Aquí hay un muchacho que trae cinco panes de cebada y dos pescados. Pero ¿qué es eso para tanta gente?”.
Nuevamente tenemos un caso en el que los protagonistas pudieron decir: ‘oigan, esto es muy poquito, de plano no es suficiente para todos, mejor vámonos disimuladamente a otra parte y nos lo comemos nosotros, al fin que para eso sí alcanza!’. Pero no lo dijeron. Todo lo contrario. Jesús pidió que la gente se sentara, tomó lo poco que Andrés puso en Sus manos, dio gracias a Dios, repartió la comida y ¡otra vez sobró! ¡Nada menos que doce canastos llenos!
Al leer estos dos casos que nos presenta la Lectura y el Evangelio quedamos convidados a cuestionarnos: ¿cómo reaccionamos cuando tenemos poco?, ¿cuando creemos que lo que tenemos no alcanza para casi nada o para casi nadie, incluidos nosotros? Y esto aplica igual en un sentido espiritual que material, ¿somos capaces de ponerlo en manos de Dios, confiar en Su generosa Providencia, o más bien nos fiamos sólo de nosotros mismos, y lo poco que creemos tener (por ejemplo, ciertos dones y capacidades, o dinero y bienes materiales) lo usamos sólo para cubrir nuestras necesidades?
Es curioso, que la gente que menos tiene, es la más generosa porque sabe lo que se siente no tener suficiente, y es la que suele ver multiplicado lo que comparte.
Los avaros, los ‘agarrados’ que se preocupan sólo por sí mismos, suelen quedarse cortos, y tal vez con ello confirman sus negros presentimientos de que aquello que tenían no alcanzaba, pero no es así. Hubiera alcanzado si lo hubieran compartido. Dios se los hubiera multiplicado y hasta les habría sobrado.