Rebeldía
Alejandra María Sosa Elízaga*
La adolescencia de la infancia.
Así le llaman a esa edad en la que niños y niñas de entre cinco y seis años, que solían ser encantadores, obedientes, cariñosos, tiernos y lindos, de pronto se vuelven rebeldes, a todo dicen que no, y no obedecen sin antes cuestionar mil veces por qué y presentar mil objeciones.
Según las estadísticas, es una edad en la que los niños suelen sufrir más accidentes y enfermedades achacables a su comportamiento.
No son pocos los casos de niños que tras dar un tirón para zafarse de la mano de su mamá y echar a correr en la calle, son atropellados; niños diabéticos porque a escondidas se retacaron de golosinas prohbidas; niños lastimados porque se soltaron el cinturón de seguridad en el coche, se pusieron a brincar en el asiento, y en un enfrenón se cayeron o golpearon.
Si estos pequeñitos pudieran explicar por qué se portan así, seguramente dirían que porque ya son ‘grandes’ y capaces de decidir por sí mismos los que les conviene.
En cambio, si a los papás les preguntan por qué le prohíben a su niño que se zafe de su mano, que coma comida chatarra o que se quite el cinturón de seguridad, seguramente dirán que porque tienen que protegerlo pues es pequeño y no sabe lo que le conviene.
Algo similar nos sucede con relación a Dios.
Como leemos en la Primera Lectura que se proclama en Misa este Tercer Domingo de Cuaresma (ver Ex 20, 1-17), Dios da a Su pueblo unos mandamientos, para que éste tenga claro lo que debe y lo que no debe hacer.
Y como toda orden que proviene de un padre bueno y amoroso, tiene como objetivo el bienestar del hijo. Sería una locura que éste no la obedezca, pero desgraciadamente sucede. Ocurrió desde el principio y sigue ocurriendo ahora.
Cuando Moisés bajó del monte con las tablas de los mandamientos, las estrelló contra el suelo enojado al ver que el pueblo se había fabricado un becerro de oro para adorarlo, contraviniendo lo primero que Dios les había prohibido hacer. ¡No se tardaron nada en desobedecer!
Y hoy en día, ni hablar. Los diez mandamientos son memorizados por los niños que toman el catecismo, pero muchos los olvidan después de la Primera Comunión, y ya de grandes los consideran algo que pertenece al pasado y que ya no rige su vida actual.
Y así, esos sabios mandamientos, pensados para nuestro bien, son ignorados (en el amplio sentido de la palabra).
Hay personas que supuestamente creen en Dios, pero adoran toda clase de ídolos (desde dinero y bienes materiales, hasta deidades de cultos orientales, hoy muy de moda); no consideran relevante dedicar un día al Señor, por supuesto faltan a Misa un domingo sí y al otro también; y desde luego no creen que sea pecado, sino más bien consideran que puede estar justificado ser infieles, mentir, robar o incluso matar. ¿El resultado? Está a la vista: un mundo injusto, violento, en el que se proponen falsos valores, en el que no se respeta la vida ni la dignidad del ser humano.
Dan ganas de lamentar que tengamos libertad, dan ganas de pedirle a Dios que mande un rayo del cielo, no para achicharrarnos pero sí para darnos al menos una buena sacudida y enderezarnos cada vez que nos veamos tentados a no cumplir Sus mandamientos.
Pero Dios no haría eso, porque Él nos dio y respeta nuestra libertad. Se conforma con recordarnos, como hace este Tercer Domingo de Cuaresma, que hace mucho que nos dio los mandamientos, y sigue esperando, sigue esperando, a ver a qué horas, superamos la rebeldía que nos hace ignorarlos.