Confianza probada
Alejandra María Sosa Elízaga*
Lo decimos de corrido y sin tropiezo cada vez que rezamos el Padrenuestro:
“hágase Tu voluntad”, pero es ésta una frase que pronunciamos ‘de dientes para afuera’?, o ¿realmente expresa nuestro sentir?
Es que tiene sus ‘asegunes’.
Es fácil decirle a Dios que se haga Su voluntad cuando todo nos va como queremos que nos vaya: tenemos salud y nuestros seres queridos también; no se nos muere nadie; no nos falta trabajo, casa, vestido, alimento.
Pero ¿somos capaces de aceptar, no sólo resignadamente y como de malas, sino abrazándola de todo corazón, la voluntad de Dios cuando ésta contradice por completo lo que nosotros querríamos o preferiríamos que ocurriera?
Si cuando tenemos un mal día y algunas cosas nos salen mal, nos ponemos de malas; si cuando tenemos una mala racha y durante días, semanas o meses, las cosas nos salen mal, ya estamos flaqueando, pensando que Dios nos ha olvidado, y no falta quien nos aconseja que nos hagamos una ‘limpia’, ¿somos realmente capaces de cumplir la voluntad del Señor cuando es radicalmente opuesta a la nuestra?
La Primera Lectura que se proclama en Misa este Segundo Domingo de Cuaresma (ver Gen 22, 1-2.9-13.15-18), nos da un ejemplo de esto.
A Abraham, que es un anciano al que Dios le ha prometido que de su hijo Isaac hará un pueblo numeroso, Dios mismo le pide que se lo ofrezca en sacrificio. Es una petición que debe haberle provocado escalofríos a Abraham, una petición que parecía contradecir completamente la promesa que Dios le había hecho y que además sin duda alguna le costaba enormemente cumplir, pues amaba a su muchacho.
Pero Abraham estuvo dispuesto a cumplir la voluntad de Dios. Por encima de su lógica, de su esperanza, incluso por encima de su corazón roto. Y cuando se disponía a sacrificar a su hijo, Dios envió a un ángel a detenerlo, y le hizo saber que Su disponibilidad a cumplir Su voluntad tendría su recompensa, y su descendencia sería “como las estrellas del cielo y las arenas del mar.”
El Salmo que responde a esta Lectura, empieza diciendo: “Aun abrumado de desgracias, siempre confié en Dios”. (Sal 116, 10).
Mucha gente se pelea, le discute, le alega, incluso se enoja con Dios y le deja de hablar cuando Él no responde como esperaba o permite algo que no ella no quería que sucediera. Pero el Salmo nos habla de todo lo contrario, de alguien que es capaz de mantener su confianza en Dios a pesar de los pesares.
Y sería oportuno que nos preguntemos: ¿cómo es nuestra fe en Dios?, ¿es una fe de ‘buen tiempo’, que se agúa si nos llueve en nuestra milpita?, ¿o es una fe firme que resiste tempestades porque está sólidamente cimentada en la certeza de que Dios en todo interviene y todo lo permite para nuestro bien porque nos ama?; tan es así que, como dice san Pablo en la Segunda Lectura (ver Rom 8, 31-34), nos lo ha dado todo, incluso a Su propio Hijo, “Jesucristo, que murió, resucitó y está a la derecha de Dios para interceder por nosotros”.