Vengan a ver
Alejandra María Sosa Elízaga*
El otro día vi una película muy conocida, con actores muy famosos, sobre una familia, en la que el papá intenta conectarse con Dios a través de unos rituales complicados y ‘peligrosos’ que descubrió en un libro antiguo y secreto; la mamá trata de capturar la luz llenando una habitación de cosas brillantes que roba, y el hijo, se relaciona con una joven que dice que antes era católica, pero que esa religión era de ‘rituales vacíos’, y lo invita a entrar a una secta cuyos miembros se rapan y se ponen a brincar y a cantar adorando a supuestas divinidades orientales.
Y confieso que yo no puedo evitar ver las películas desde la óptica de mi fe, y atenta a no caer en la trampa que suele emplear Hollywood, que manipula a los espectadores para que se identifiquen con los personajes, aprueben lo que sea que hagan, e incluso los imiten.
En este caso, al ver el desastre en que se convirtió aquella familia, en la que cada uno buscaba por su cuenta algo que llenara su vida, y todos terminaron en callejones sin salida, me vino a la mente la frase de san Agustín: ‘busca lo que buscas, pero no donde lo buscas’.
Esas tres personas tenían hambre de hallar a Dios, anhelo de encontrarse con Aquel que es Luz del mundo, sed de descubrir algo que tuviera significado, pero lo buscaban en el sitio equivocado. Y, desgraciadamente, lo mismo sucede a mucha gente.
Recordaba esto al leer que en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 1, 35-42), se narra que dos de los discípulos de Juan el Bautista, se pusieron a seguir a Jesús, Él se dio cuenta, les preguntó: “¿qué buscan?”, le contestaron: “¿dónde vives?”, y Él les respondió: “vengan a ver”. Dice el Evangelio: “Fueron... vieron donde vivía y se quedaron con Él ese día.”
Vieron y se quedaron.
¿Qué vieron que los motivó a quedarse? ¡Vieron a Jesús! ¡Con sus propios ojos pudieron contemplarlo!
Hay muchas cosas bellas y maravillosas que podemos ver, muchas personas importantes que nos sentiríamos orgullosas de ver cara a cara, pero nada, ¡nada! se compara con poder ver a Jesús, al Hijo de Dios Todopoderoso, Autor de todo cuanto existe, al que vive desde siempre y para siempre, a nuestro Creador y Señor.
Y tal vez pensamos: ¡qué privilegiados ellos que pudieron ver a Jesús! y tenemos razón, lo son. Pero no nos quedemos ahí, démonos cuenta de que nosotros somos tan privilegiados como ellos, porque también nosotros podemos verlo.
Si acudimos a una capilla cuando está expuesto el Santísimo, podemos ver la Hostia Consagrada, Presencia Real de Jesucristo, expuesta en la Custodia sobre el altar. Ver a Jesús en persona. Y saber que también Él nos ve; sentirnos acogidos por Él. ¡Qué maravilla, qué bendición!
Para entrar en contacto con Dios no necesitamos penetrar supuestos misterios esotéricos reservados a unos pocos iniciados, ni pretender tener luz propia, ni dejarnos llevar por cultos de moda.
Basta ponernos frente al Señor, presente en la Eucaristía, y ser conscientes de que estamos contemplando a Dios.
Contemplarlo es contemplar la eternidad, es mirar al que lo sabe todo, al que lo ha visto todo, al que te pensó desde antes de que nacieras, por amor te creó y por amor dio Su vida por ti; al Único que puede rescatarte del pecado y de la muerte; al que te ama tanto que quiere que alcances la santidad porque quiere pasar contigo la eternidad.
“Vengan a ver”.
Es la invitación que hizo Jesús a esos discípulos, y que nos hace ahora a nosotros. A ti y a mí.
Él dijo: “Muchos... desearon ver lo que ustedes ven, pero no lo vieron” (Mt 13, 17).
Aprovechemos la oportunidad. No nos conformemos con ir a Misa el domingo y verlo brevemente, en la Consagración y en la Comunión. Busquemos otros momentos para estar con Él sin prisas, para contemplarlo con calma, y dejar que Su amor nos llene el alma.