Humildad elegida
Alejandra María Sosa Elízaga*
El Señor no se ajusta a nuestra categorías mentales, a lo que nos parece que sería lo más lógico o adecuado.
Jesús no nació en un palacio, nació en un pesebre; y, años más tarde, cuando inició Su ministerio público, no lo hizo entre la gente más distinguida de Su tiempo, sino entre pecadores, bautizado por Juan en el Jordán. No eligió a los personajes más ricos, poderosos o sabios de Su pueblo, sino a un grupo de hombres ordinarios. Y cuando entró a Jerusalén, pudiendo elegir ser llevado en andas como rey, entró sentado en un burrito.
Y todo eso no sucedió porque no hubo de otra, fue una elección deliberada por parte del Señor. ¿Por qué pudiendo apantallar a todos, sobresalir espectacularmente por encima de todos, eligió el camino contrario, el de la humildad?
Porque es el camino mejor.
El afán de sentirnos superiores, destacar por encima de todos, avasallar a los demás es la causa de interminables conflictos entre hermanos, entre familias, pleitos con compañeros de escuela, de trabajo, de comunidad, luchas y guerras entre pueblos y naciones.
Nos dejamos convencer por un mundo que considera la humildad una ‘curiosidad’ que se admira en personas como santa Teresa de Calcuta, pero que en la vida de todos los días es sólo practicada por ‘perdedores’.
Nos agobiamos comparándonos con los demás, tratando de usar lo que somos y tenemos, para ganar, no para ayudar; para presumir, no para compartir, y al final no obtenemos satisfacción, sólo estrés y frustración.
En este Cuarto Domingo de Adviento, en que estamos ya a punto de celebrar Navidad,
la Aclamación antes del Evangelio, destaca una frase que pronunció María: “Yo soy la esclava del Señor” (Lc 1, 38).
María, siendo elegida para Madre del Hijo de Dios, tuvo la humildad de reconocerse esclava del Señor, y gracias a eso, se encarnó en Ella el Salvador. Y Él, a Su vez, siendo Hijo del Padre celestial, tuvo la humildad de nacer en una cueva, ser recostado en un pesebre.
Comparados con María y con Jesús, comprendemos qué ridículos somos en nuestras pretensiones de sentirnos ‘más’ que los demás.
Quedamos invitados a vivir en humildad. Y eso ¿en qué consiste? En reconocer que lo que somos y tenemos, lo recibimos de Dios no para competir, sino para servir a los demás, porque servir es amar, amar es el único mandamiento que nos dejó el Señor y sólo se puede servir, es decir, amar, en humildad. Ése es el camino mejor, el que, pudiendo elegir otro, eligió voluntariamente el Señor.