Ternura desenvainada
Alejandra María Sosa Elízaga*
Hace años un querido amigo sacerdote me trajo de Roma una estatuita de san Pablo, que tengo aquí en mi escritorio, en la cual el santo aparece con tremenda espada en la mano. Y así está representado en casi todas las pinturas y esculturas. ¿A qué se debe esto?
Hay quien supone que es en recuerdo del tiempo en que fue perseguidor de cristianos, cuando probablemente blandía una espada para acabar con ellos. Pero los santos no suelen ser representados por lo que fueron antes de su conversión.
Algunos suponen que se trata de una referencia a que él mismo pidió que empuñáramos “la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios.” (Ef 6, 17).
Según otros, se debe a que fue un gran predicador de la Palabra, que, como asegura la propia Sagrada Escritura, es “más cortante que espada de doble filo” (Heb 4, 12).
En fin, sea por la razón que sea, el caso es que debido al modo como se le representa, se tiene de san Pablo la idea de un luchador incansable, fuerte, decidido, valiente, que conquistó y sigue conquistando millones de almas para Dios.
No solemos considerar que la delicadeza o la dulzura sean sus características predominantes.
Tal vez por eso resulta sorprendente, y sin duda conmovedor, leer en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Tes, 2, 7-9.13), la manera como se dirigió a los tesalonicenses:
“Hermanos: Cuando estuvimos entre ustedes, los tratamos con la misma ternura con la que una madre estrecha en su regazo a sus pequeños. Tan grande es nuestro afecto por ustedes, que hubiéramos querido entregarles, no solamente el Evangelio de Dios, sino también nuestra propia vida, porque han llegado a sernos sumamente queridos”
Impresiona el tono tan cariñoso con que escribió en esta carta, por cierto considerada el primero de los textos del Nuevo Testamento. Podemos imaginar cómo se conmovieron sus destinatarios al leerla por primera vez, cuántas veces la releyeron, y no sólo eso, sino la copiaron y copiaron y copiaron, para transmitirla a otras comunidades y así, al cabo de los siglos llegó, con su afectuoso mensaje intacto, hasta nuestros días.
Es un texto extraordinario, no sólo porque nos descubre un aspecto entrañable de san Pablo, sino sobre todo por la enseñanza que nos ofrece al final de la Lectura, donde el apóstol da gracias a Dios porque cuando les predicó la Palabra a esos hermanos, “la aceptaron, no como palabra humana, sino como lo que realmente es: como Palabra de Dios”.
Empieza diciendo que se dirigió a ellos con ternura y afecto, y termina diciendo que aceptaron la Palabra. Bien podemos suponer que su aceptación se debió, en gran medida al modo como dicha Palabra fue predicada.
Con demasiada frecuencia, los creyentes usamos la Palabra de Dios no sólo para enseñar o exhortar a otros, sino para regañarlos e incluso amenazarlos: ‘¡si no haces esto, te va a pasar tal desgracia que está escrita en la Biblia!’. Pero el temor al castigo no es un buen camino para animar a alguien a que abra su corazón a Dios.
En la medida en que la persona que escucha hablar de Dios, se sepa incondicionalmente amada por Él, y por nosotros, a pesar de sus miserias y pecados, es más fácil que se interese por conocerlo, por acercársele.
Dios es amor. No hay mejor modo, no puede haber otro modo, que predicarlo con amor.