Humildad y obediencia
Alejandra María Sosa Elízaga*
En un mundo que nos anima a subir por encima de otros, a creernos mejores que los demás, a destacarnos por encima de la multitud, a buscar el poder y la fama, hablar de humildad, de abajarse, de tener por superiores a los demás puede parecer una locura.
En un mundo que nos invita a ser nuestros propios dueños, a creer que solos lo podemos todo, que nos mandamos a nosotros mismos, que no tenemos por qué aceptar órdenes de nadie, hablar de obediencia también puede parecer absurdo.
Y sin embargo es lo que nos propone san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Flp 2, 1-11).
Nos pide ser humildes y obedientes.
¿Por qué hace semejante propuesta tan contraria a lo que suele proponer el mundo?
Él mismo lo explica: para que tengamos los mismos sentimientos de Cristo, es decir, que seamos como Cristo.
Él pudo iniciar Su ministerio público rodeado de los personajes más importantes e influyentes de Su tiempo, conformar un ‘dream team’ (equipo soñado), que cualquier ‘head hunter’ (ejecutivos que están siempre a la caza de talentos para contratarlos en sus empresas) envidiaría. Pero no lo hizo así.
Lo comenzó caminando humildemente entre los pecadores que estaban a la orilla del Jordán, para ser bautizado por Juan, Él, que nunca cometió pecado ni necesitaba ser bautizado.
Y conformó Su ‘equipo’ con gente muy sencilla, e incluyó a uno o dos que no tenían muy buena fama que digamos.
Y cuando las cosas se pusieron difíciles y fue evidente que Sus enemigos lo querían matar, pudo salir huyendo, renunciar a salvarnos para salvarse Él, pero no lo hizo. Se quedó y padeció las más espantosas torturas y la crucifixión, una muerte atroz que no se merecía. ¿Por qué lo hizo? En obediencia al Padre, para cumplir la misión a que fue enviado: nuestra salvación.
Fue humilde y obediente de principio a fin.
Y lo que a los ojos del mundo podría parecer una pésima elección que lo condujo al fracaso total, resultó todo lo contrario. Pablo hace notar que por la humildad, por la obediencia de Jesús, “Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.”
Ya lo había anunciado María, cuando lo llevaba en su seno: Dios exalta a los humildes.
Se cumplió en Ella y se cumplió en su Hijo.
Y ¿en nosotros? ¿puede cumplirse también?
Sí, desde luego, si con la gracia de Dios nos mantenemos humildes y obedientes.
¿En qué consiste ser humildes? En reconocer que solos no podemos nada, pero que Dios lo puede todo, por lo que hemos de tomarnos de Su mano y dejarnos llevar por donde Él quiera, sin resistencias, sin cuestionamientos, sin reclamos, sin enojo. La humildad viene unida a la obediencia, se da en forma natural el anhelo de querer cumplir la voluntad de Aquel a quien reconocemos como nuestro Señor, nuestro dueño, poner cuanto somos y tenemos, todas nuestras capacidades a Su disposición, porque el que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y en todo interviene para bien.