El colorante del mundo
Alejandra María Sosa Elízaga*
Me regalaron flores, y entre ellas se destacaban unas de intenso color rosa mexicano. Las puse aparte, en un florerito de cristal, en la ventana.
Al día siguiente me sorprendió ver que el agua del florerito ¡se había vuelto rosa!
¿Qué fue lo que sucedió? Que quienes venden estas flores, las ponen en agua pintada para que el tallo la absorba y los pétalos cambien de color. Luego al ser puestas de nuevo en agua, se da el fenómeno a la inversa, la tintura baja por el tallo. Ahora son ellas las que tiñen el agua.
Recordaba esto al leer las lecturas que se proclaman en Misa este domingo.
Me pareció encontrar en ellas algo que no sucede con frecuencia, una cierta coincidencia en un mismo tema: que si uno quiere vivir conforme a la voluntad de Dios, no se debe dejar influir por los criterios del mundo, debe resistir, aunque enfrente burlas, aunque sea difícil. Reflexionaba en que si no lo hace uno así, puede terminar como esas flores que adquirieron el falso color del agua en la que estaban sumergidas, al grado tal que parecía su color, se veía natural. Y lo que resultó todavía peor, aun cuando fueron puestas en agua limpia, siguieron diseminando el color falso a su alrededor.
En la Primera Lectura (ver Jer 20, 7-9), el profeta Jeremías, que era un muchacho cuando Dios lo envió a predicar en Su nombre, se queja de que ha sido “el hazmerreír de todos”, “objeto de oprobio y de burla todo el día”.
En la Segunda Lectura (ver Rom 12, 1-2), san Pablo pide: “no se dejen transformar por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva manera de pensar los transforme interiormente, para que sepan distinguir cuál es la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto.”
Y en el Evangelio (ver Mt 16, 21-27), Jesús regaña fuertemente a Pedro porque su “modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”
Es evidente que los criterios del Señor son muy distintos, y casi siempre diametralmente opuestos, a los del mundo.
El mundo te invita a acumular dinero, prestigio, poder; Jesús te invita al desapego, al desprendimiento, a la humildad. El mundo te invita a dominar, a atropellar, a arrebatar, Jesús te invita a servir, a dar. El mundo te invita a mentir, Jesús a decir la verdad. El mundo alienta tu rencor, promueve la violencia, te invita a desquitarte, a matar; Jesús te invita a ser manso, a poner la otra mejilla, a perdonar. El mundo te invita a la adicción al sexo, a convertir las relaciones sexuales en tu carnet de identidad; Jesús te invita a la castidad, y a descubrir que ‘hacer el amor’ sólo puede llamarse así cuando es donación total, en la relación, fiel y para siempre, del sacramento matrimonial. El mundo te anima al egoísmo, a ver primero por ti y luego por ti; Jesús te invita a anteponer a las tuyas las necesidades de los demás, y a respetar su vida desde su concepción hasta su fin natural. La lista podría continuar, pero basten estos ejemplos para establecer que seguir a Jesús implica, como Él mismo lo dice en el Evangelio, renunciar a uno mismo, a sus propios criterios, a su comodidad, a sus ataduras, y atreverse a tomar la cruz, es decir, estar dispuestos a enfrentar lo que sea por vivir los valores cristianos en un mundo que los considera ridículos, obsoletos y fanáticos.
Nos rodean por todas partes opiniones contrarias a las enseñanzas de la fe que profesamos. En casa, en la familia, la escuela, la universidad, el trabajo, la comunidad, quizá somos los únicos católicos, los únicos que opinamos distinto, los únicos que no apoyamos lo ‘políticamente correcto’, los únicos que no hacemos o decimos lo que hace o dice ‘todo el mundo’.
Estamos metidos en el mundo, pero no somos como esas florecitas que no tuvieron más alternativa que ser engañosamente coloreadas y a su vez, engañosamente colorear.
Nosotros sí tenemos otra opción: pedir y aprovechar la gracia de Dios, que nos permita rechazar el colorante del mundo en el que estamos sumergidos, ser capaces de mantener nuestra identidad cristiana, conocer y difundir la verdad; vivir en el mundo, pero sin creerle, ni dejarnos influir por sus criterios. Estar en él, pero no pertenecerle.