y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

¡Qué contrastes!

Alejandra María Sosa Elízaga*

¡Qué contrastes!

La ‘chorcha’ debe haber estado buena, la gente ha de haber estado feliz, eufórica, pues no todos los días se presencia un milagrazo de ese tamaño. 
    Me refiero a cuando Jesús multiplicó los panes y los peces y alimentó a más de cinco mil gentes. ¿Te imaginas el bullicio que se armó? Y podemos imaginar a los apóstoles, tal vez recibiendo, muy orondos, muchas felicitaciones por ser de los ‘elegidos’ del Maestro.     
    Era un momento de gozo pero también de peligro, de empezar a creerse ‘la gran cosa’, privilegiados, los ‘favoritos’ del Señor, y puede ser que hasta un poquito responsables del milagro, al fin y al cabo ellos ayudaron a repartir los panes y los peces.
    Entonces vino lo que nos narra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 14, 22-33).
    Jesús tuvo que forzar a Sus discípulos a subirse a una barca y emprender la travesía hacia el otro lado del lago. El Misal dice “Jesús hizo que Sus discípulos subieran a la barca”, la Biblia traduce más bien: “obligó”, es decir, como que no querían, como que tal vez le decían: ‘déjanos aquí otro ratito’; estaban muy a gusto sintiendo el aprecio de la gente. Entonces vino un tremendo contraste. 
    Por una parte, para Jesús, que subió solo al monte a orar. ¡Qué delicioso momento para Él, luego del bullicio del gentío, la silenciosa paz de ese lugar, que debe haber tenido una vista espectacular (el Autor del mundo bien sabía elegir los más bellos paisajes) en el cual se sumergió en íntimo diálogo con Su Padre. 
    Por otra parte, contraste para los discípulos, pues tras el éxito fenomenal recién disfrutado, las cosas empezaron a ponérseles difíciles. Muy difíciles. Dice el Evangelio que las olas sacudían la barca, porque el viento le era contrario. 
    He aquí una imagen de lo que suele suceder en la vida del creyente. Cuando pasa por momentos en que todo sale bien puede empezar a confiarse, a perder piso, a sentir que como forma parte de los ‘consentidos’ de Dios, y nada malo puede pasarle. 
    Pero nadie prometió que los creyentes no tendríamos problemas. Estamos en este mundo y por lo tanto sujetos a todos los riesgos y dificultades que ello implica. Muchas veces nos zarandean las olas y el viento parece soplar en contra nuestra. Y el que eso suceda no significa que Dios se haya olvidado de nosotros. Prueba de ello es que Jesús reaccionó de inmediato a la tribulación de Sus discípulos y fue a ayudarlos.
Y como estaban a medio lago, se fue caminando sobre el agua. 
    En la Biblia el mar suele representar las fuerzas del mal, por lo que hay teólogos que interpretan este pasaje como algo simbólico para significar que Jesús tiene poder sobre el mal. Pero aunque no cabe descartar que lo que narra el Evangelio tenga además un significado simbólico, creo que cabría interpretarlo al pie de la letra, porque dice que al ver a Jesús caminar sobre las aguas los discípulos creyeron ver un fantasma y se pusieron a dar gritos de terror. Si sólo hubiera sido algo simbólico no hubieran gritado aterrorizados. Jesús realmente fue hacia ellos, demostrándoles así que tenía poder sobre aquello que les impedía avanzar. Como ahora en nuestra vida viene a nosotros continuamente, por ejemplo en la oración, en la Palabra, en la Confesión, en la Eucaristía, con la esperanza de que lo descubramos y comprendamos que es Todopoderoso.
    Pedro, audaz como siempre, le pidió: “Señor, si eres Tú, mándame ir a ti caminando sobre el agua”. Jesús le contestó: “Ven”. Así nos dice también a nosotros todo el tiempo, y especialmente cuando nos zarandean las olas y los vientos soplan contra nosotros. Ven. Ven a platicar un ratito conmigo; ven a contarme lo que te pasa; ven a ponerte en Mis manos. ¡Qué pena que no siempre sabemos responder a esta invitación! Contaba una señora que cuando a su marido le diagnosticaron cáncer salió tan impactado que se fue a caminar a un centro comercial. Y se ufanaba de que al menos no había ido a un bar. ¡Qué pena que ante la posibilidad de morir no se le hubiera ocurrido hablar con Aquel con el que tal vez se encontraría cara a cara antes de lo que pensaba!
    Pedro se bajó de la barca y seguramente esperaba que el viento cesaría pero no fue así. Y es que Jesús siempre nos llama a ir hacia Él pero no siempre nos saca de las circunstancias difíciles que vivimos. 
    Entonces Pedro comenzó a hundirse, pero gritó: “¡Sálvame, Señor!”, una oración notablemente completa en dos palabras, una fórmula extraordinaria que nosotros haremos bien en repetir cuando, como Pedro, sintamos que nos hundimos en la desesperanza, en el temor, en la incertidumbre, en la falta de salud, en la crisis económica. “¡Sálvame, Señor!”, es decir, rescátame Tú, que eres mi Dueño. Sálvame de hundirme, en la angustia, en el miedo, en la desesperanza. 
    Dice el Evangelio que “inmediatamente” Jesús le tendió la mano y lo sostuvo. Cabe hacer notar que el oleaje siguió y el viento también, pero ya no importó porque hubo un cambio fundamental: Pedro se sintió a salvo, sostenido por Jesús. Como nos sentimos cuando acudimos al Señor. Aunque sigan las dificultades, nos sabemos seguros, nos quedamos en paz, confiados en que estamos en las mejores manos. 
    Es interesante hacer notar que fue hasta que Jesús y Pedro subieron a la barca cuando el viento se calmó. Es que primero los discípulos iban solos, sin Jesús, y luego también sin Pedro, pero para avanzar necesitamos de Dios y de la Iglesia.
    Qué bendición que contamos con el Señor, que no nos deja hundirnos, que nos conduce a puerto seguro. Y qué bueno que vamos en la barca de Pedro, que aprendió (le costó, pero a la segunda lo logró), a no confiar en las propias fuerzas, sino reconocerse frágil, susceptible de hundirse, caer, cometer lo que menos se querría cometer.
    ¡Qué contrastes vivieron los apóstoles!, los mismos que vivimos nosotros. 
A veces, cuando estamos más confiados, nos toca vivir alguna situación que nos rebasa y comenzamos a sentirnos asustados, incluso aterrados, hasta que reconocemos que solos no la superaremos; aceptamos ser rescatados, y terminamos como debíamos haber empezado: humildemente postrados ante el Señor, agradecidos por Su incondicional ayuda y Su amor.

 

Publicado en la pag web y de facebook de ‘Desde la Fe’, Semanario de la Arquidiócesis de México; en la de SIAME (Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México), y en la de Ediciones 72.