Lluvia, nieve y semillas
Alejandra María Sosa Elízaga*
Me cayó una gota en la cabeza y puse atención. Miré las baldosas del piso, y noté en una de ellas la huella de otra gota, pero no vi más. Seguí caminando, yendo y viniendo, rezando mi Rosario. Pensé: si llueve más me meto a mi casa, si no aquí sigo’.
Poco a poco fui viendo que ya más baldosas tenían gotitas, que ya la lluvia era apreciable a simple vista, así que entré. Dice un dicho: ‘qué bonito es ver llover y no mojarse’, y es cierto. Es una delicia poder dedicar un rato a mirar sin prisas la lluvia, sin pensar con preocupación ‘a ver a qué horas escampa para poder salir’, sin temor de que se trate de ‘el diluvio, segunda parte’, sino simplemente disfrutando contemplar los nubarrones grises movidos por el viento, las gotas que resbalan por el cristal de la ventana, las hojas de los árboles que se vuelven brillantes, y en el suelo los charcos en los que se refleja el gris del cielo y el verde del paisaje.
Luego de un rato de lluvia todo quedó empapado, la lluvia cayó, escurrió, formó arroyuelos, lo mojó todo. No hubo lugar a la intemperie que quedara seco.
Recordaba esto al leer en la Primera Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver Is 55, 10-11), que dice Dios: “como bajan del cielo la lluvia y la nieve y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, a fin de que dé semilla para sembrar y pan para comer, así será la Palabra que sale de Mi boca: no volverá a Mí sin resultado, sino que hará Mi voluntad y cumplirá su misión”.
Es interesante notar que no sólo menciona la lluvia, sino la nieve, y es que ésta provoca el mismo efecto que la primera: lo cubre todo.
Qué bellas imágenes emplea el Señor para darnos la certeza de que Su Palabra actúa, que el corazón que la escucha queda como un campo empapado, cubierto, preparado para dar fruto.
Nos da una gran esperanza para no desanimarnos cuando compartimos la Palabra con alguien y tenemos la triste impresión de que por un oído le entró y por otro le salió.
No es así. La Palabra es como lluvia, resbala al interior, lo penetra, lo empapa, lo vuelve fecundo.
Refuerza esta idea la parábola que Jesús narra en el Evangelio dominical (ver Mt 13, 1-23). Habla de un sembrador que siembra semillas en los más diversos lugares, y en todos los casos, éstas germinan.
Se aprende mucho de la Palabra de Dios no sólo por lo que dice, sino por lo que no dice, y en el caso de esta parábola del sembrador resulta muy significativo que Jesús no dio ni un ejemplo en el que la semilla no brotara; ésta fue siempre fecunda, eficaz. Como lo es la Palabra. Puede caer en un terreno pedregoso o entre espinos, y germinar de todos modos.
Tampoco dijo Jesús que el sembrador viendo cierto terreno pensara: ‘naaaa, aquí no se va a dar, mejor no siembro nada.’ Su sembrador salió a sembrar y sembró por todos lados; no era su asunto ponerse a considerar si valdría o no la pena sembrar, sólo echar la semilla confiando en su fertilidad.
Lluvia, nieve y semillas, tres elementos que pueden servirnos para una sola reflexión: que vale la pena sembrar la Palabra de Dios, compartirla cuanto y con quienes podamos, porque tenemos la absoluta certeza de que un día, tarde o temprano, germinará lo que sembramos.