María en Pentecostés
Alejandra María Sosa Elízaga*
Dicen que los rayos no sólo caen de las nubes, sino también suben de la tierra.
Un medio propicio, como metal o agua, ejerce cierto poder de atracción que puede provocar que caiga un rayo.
Tal vez esto aplica también a la oración.
Cabe pensar que hay oraciones que, por así decirlo, suben de la tierra al cielo, con tal poder de atracción, que provocan que baje del cielo a la tierra, una respuesta inmediata de Dios.
¿Qué características tienen estas oraciones?
Que salen, con amor y pureza de intención, de lo más hondo del corazón.
Hoy celebramos una de esas oraciones.
Dice san Lucas en el libro de Hechos de los Apóstoles, que luego de la Ascensión, se reunían a orar María, la Madre de Jesús y los apóstoles (ver Hch 1, 14).
No lo sabemos, pero podemos imaginar qué pedía cada uno en su oración. Pedro, por ejemplo, probablemente pedía saber ser la roca que Jesús esperaba que fuera, y sobre la que había fundado Su Iglesia; tal vez Juan y Andrés quizá pedían poder dominar su carácter de ‘hijos del trueno’; quizá Tomás oraba pidiendo que nunca más titubeara su fe, y así todos los demás, rogaban por lo que más necesitaban.
Y María, ¿qué habrá pedido María? Me atrevo a suponer que más que pedir algo para Ella misma, como por ejemplo, fortaleza, pedía por los discípulos de su Hijo.
Ella, que supo todo lo que les pasó: que se durmieron en el huerto, que salieron huyendo, que no lo acompañaron en el Calvario, que ninguno, fuera de Juan, estuvo al pie de la cruz. Ella que los vio aterrorizados, esconderse, mantenerse encerrados por miedo a padecer lo mismo que Jesús; que aun cuando ya lo habían visto resucitado, y habían convivido cuarenta días con Él, todavía tenían temores e inseguridades, seguramente pedía, con todo su corazón a Jesús, que les enviara el Espíritu Santo que les prometió, para que los colmara de los dones y carismas que necesitaban para poder salir a anunciar la Buena Nueva.
Y como decía san Juan Bosco: “cuando María ruega, todo se obtiene, nada se niega”.
Cierto que Jesús había prometido enviar al Espíritu Santo, pero no parece casualidad que Éste descendiera justo cuando estaban reunidos los discípulos con Ella.
Y cuando sucedió lo que narra la Primera Lectura que se proclama en Misa este Domingo de Pentecostés (ver Hch 2, 1-11): que se escuchó ese viento huracanado, y bajaron esas como lenguas de fuego que se posaron sobre cada uno, y los apóstoles se llenaron del Espíritu Santo y salieron a predicar en lenguas que todos podían comprender, ¡qué grande debe haber sido la alegría de María!
Genuinamente humilde como era, no salió también Ella a predicar ni a hablar en lenguas, aunque pudo haberlo hecho porque era la más llena del Espíritu Santo, sino se quedó en un segundo plano, contemplándolo todo discretamente y gozándose en Aquel que obró en Ella y en ellos maravillas.
Y así siguió, con su habitual sencillez y humildad, en su papel de Madre, escuchándoles, aconsejándoles, ayudándoles a aprovechar y ejercer todo cuanto el Espíritu Santo les había concedido, y manteniéndolos unidos. Podemos imaginar el atractivo irresistible que habrá tenido ser convocados a reunirse a orar con María. ¿Quién hubiera podido rehusar la invitación de unirse a Ella en oración?
Hoy que la Iglesia celebra la venida del Espíritu Santo, pidamos a María que ore con nosotros y por nosotros, para que, como los apóstoles, recibamos al Espíritu Santo, y sepamos aprovechar y ejercer para gloria de Dios, bien nuestro y de los hermanos, los dones y carismas que quiera regalarnos.