Sigue presente
Alejandra María Sosa Elízaga*
‘Me da envidia de la buena’, dicen algunas personas.
Y eso de ‘envidia de la buena’ suena raro porque la envidia es uno de los siete pecados capitales, consiste en sentir rabia de que alguien goce de un bien del que quisiéramos gozar, ¿cómo puede haber envidia ‘de la buena’?
Probablemente se refieren no a sentir rabia de que alguien goce de un bien, sino a que quisieran poder gozar de éste también.
Recordaba esto porque mucha gente dice que siente ‘envidia de la buena’ con relación a los discípulos de Jesús, porque querría haber podido gozar, como gozaron ellos, del grandísimo bien de convivir con Él. Le hubiera gustado poder desayunar, comer, merendar todos los días con Jesús, escucharlo, poder hacerle preguntas, bromear con Él, emparejársele al ir de camino, para platicarle sus cosas y pedirle consejo; poder ayudarlo en algo, sentir Su mirada amorosa; que Él le sonriera, le hablara, le diera un abrazo...
Y qué decir de cuando resucitó. Luego del trauma terrible de verlo padecer y morir de la manera más cruel, ¡qué felicidad verlo Vivo y tener la privilegiada oportunidad de convivir nuevamente con Él! Dice la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Hch 1, 1-11), que “durante cuarenta días se dejó ver por ellos”.
Se entiende que haya quien quisiera haber podido disfrutar de lo que disfrutaron los discípulos, y se comprende también que a éstos les hubiera dado tanta tristeza cuando Jesús empezó a decir que se iba a ir (ver Jn 16, 5-6).
Pero no hay que atorarse en envidiar lo que no se tuvo ni se tendrá, y en cambio vale la pena poner atención a lo que nos da la posibilidad de relacionarnos con Jesús del mismísimo modo como se relacionaron con Él Sus discípulos.
Cuando Jesús les dijo: “les conviene que me vaya” (Jn 16, 7), de momento tal vez no creyeron que eso les pudiera convenir, pero sí, les convino, y ¡a nosotros también! Veamos por qué:
En primer lugar, porque tras ascender al cielo estuvo más presente, aunque no lo pareciera. Antes, si uno de Sus discípulos lo buscaba, preguntaba: ‘¿dónde está Jesús?’, podían responderle: ‘no está aquí, fue a curar a unos enfermos’, o ‘está ocupado, predicando, ahorita no lo puedes interrumpir’, y el discípulo se quedaba sin ir a hablar con Él. En cambio a partir de la Ascensión del Señor, Sus discípulos sabían que a cualquier hora del día o la noche podían dialogar con Él, saber que los miraba, los escuchaba; podían percibir Su presencia de muchas y muy diversas maneras.
Y en segundo lugar porque les prometió que cuando se fuera les enviaría al Espíritu Santo, que les recordaría Sus palabras (ver Jn 14, 26), que los guiaría a la verdad (ver Jn 16, 13), que sería su Paráclito (ver Jn 14, 16), es decir, su defensor, abogado, intercesor, consolador...
Desde que Jesús ascendió al cielo, y, como dice la canción, “estamos en las mismas condiciones”: tanto los discípulos de Jesús como nosotros, nos encontramos con Él de la misma manera.
Gracias al Espíritu Santo que nos recuerda Sus palabras, nos guía a la verdad, podemos dialogar con Él, ser iluminados por la luz de Su Palabra.
Gracias al Espíritu Santo, que lo hace presente en la Eucaristía, podemos contemplarlo y comulgarlo.
Gracias al Espíritu Santo que sostiene y mantiene unida a la Iglesia, y nos colma de dones y carismas, podemos dar como los primeros discípulos, abundantes buenos frutos.
Después de la Ascensión, gozamos de la presencia del Señor del mismo modo que los discípulos, así que no debemos sentir envidia, sino felicidad, porque incluso tenemos la ventaja de que ellos tuvieron que aprender a percibir la nueva manera como Jesús se les hacía presente, desacostumbrarse a verlo con los ojos del cuerpo y enseñarse a percibirlo con los del alma, y en cambio nosotros así lo hemos hecho desde el comienzo.
En este domingo en que la Iglesia celebra la Ascensión, estamos invitados, como los discípulos, a no quedarnos paralizados mirando el cielo, ni a atorarnos en envidiarlos, sino lanzarnos a compartir, con un gozo profundo, la certeza de que el Señor sigue presente entre nosotros, igual que como estuvo con ellos, y que así continuará, como promete al final del Evangelio dominical (ver Mt 28, 16-20): “todos los días, hasta el fin del mundo.”