Nuestro camino de Emaús
Alejandra María Sosa Elízaga*
Pasaron en una misma tarde de una devastadora depresión a la alegría más exultante. ¿Cómo le hicieron? Tuvieron un encuentro con Jesús Resucitado. Pero no un encuentro cualquiera, sino uno que marca la pauta para que también nosotros podamos tenerlo y pasar también de la tristeza a la alegría. Me refiero a lo que narra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 24, 13-35).
En él vemos lo que sucedió a dos discípulos de Jesús que caminaban totalmente abatidos, quizá de vuelta a su pueblo, a tratar de retomar la vida que habían dejado cuando se fueron a seguir a Jesús. Entonces Él se les hace presente en el camino, pero no lo reconocen. ¿Por qué? Explica el papa Benedicto XVI en su libro ‘Jesús de Nazaret’ que fue porque ellos esperaban encontrar al mismo de antes, pero Jesús estaba ya en otra dimensión; tenía Su mismo cuerpo, pero había entrado ya en la dimensión de Dios.
Lo que le sucedió a ellos nos sucede también. Jesús está a nuestro lado pero no sabemos reconocerlo porque estamos esperando que se manifieste de otro modo. Por ejemplo, que se manifieste como el sanador que devuelva la salud a una persona querida que está enferma, pero Él se manifiesta como el consolador, que nos da fortaleza para atenderla. No siempre lo reconocemos, pero está a nuestro lado.
Narra el Evangelio que les preguntó de qué venían hablando tan llenos de tristeza. ¿Por qué se los pregunta? No porque no lo sepa, sino porque quiere invitarlos a contárselo, a desahogarse con Él. Quiere que nos dirijamos a Él no sólo para pedirle o agradecerle, sino para platicarle lo que traemos dentro, como hacemos con un amigo. Y es que suele suceder que cuando alguien está triste se encierra en sí mismo, no cuenta lo que le pasa, para no preocupar a los suyos, o quizá lo platica sólo con alguien muy cercano, pero se olvida de platicárselo a Aquel que puede comprenderlo mejor que nadie y no sólo eso, sino intervenir en aquello para bien. Nadie sabe escucharte mejor que Jesús.
Luego de que le dijeron por qué estaban tristes, Él fue repasando con ellos las Sagradas Escrituras, para que descubrieran cómo hablan de Él. Eso les ayudó a entender cómo en Jesús se cumplió realmente lo que estaba escrito, lo anunciado por los profetas, les permitió recuperar su fe en Él, y también captar que lo que padeció no fue el mal final de una historia feliz, sino un paso necesario dentro del plan divino de la salvación humana, que permitió rescatar al hombre del mal y del pecado, y librarlo de la muerte.
Este es otro paso sanador en el encuentro con Jesús. Hay que pasar del monólogo al diálogo, que no solamente hablemos nosotros, sino dejar que nos hable Él, y lo hace a través de Su Palabra. Por ejemplo, al leer en el Misalito mensual las lecturas de la Misa, descubrimos algo en la Primera Lectura, o en el Salmo o en el Evangelio, que nos habla al corazón, que nos dice lo que necesitábamos oír. Muchos se conforman con desahogarse ante Dios, pero les falta este paso indispensable para estrechar la relación con Él.
En ese punto Jesús hizo como que iba más lejos. Es conmovedor que pudiendo imponerles Su presencia no lo hace. Les da la opción. Como nos la da a nosotros. Podemos conformarnos con orar y leer la Palabra, o podemos dar el siguiente paso e invitarlo a entrar a nuestra casa, a quedarse con nosotros.
Cuenta el Evangelio que los discípulos le dijeron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer” (Lc 24, 29). Una petición que puede salir también de nuestro corazón, quédate conmigo, Señor, para que no me sienta en tinieblas, para que sabiéndote aquí no tema ya la oscuridad. Jesús aceptó, y correspondió a su hospitalidad como corresponde a la nuestra: permitiéndoles, permitiéndonos, entrar en comunión íntima con Él. Se sentó a la mesa, tomó el pan, lo bendijo y se los dio, y entonces lo reconocieron.
Es el camino de todo discípulo: en un principio quizá no logra reconocer la presencia del Señor a su lado, luego se anima a hablar con Él, luego aprende a callar para escucharlo y por fin lo recibe en la Eucaristía, y entonces Él entra al corazón y lo colma de amor y de alegría.