Recordar y agradecer
Alejandra María Sosa Elízaga*
Dicen que a lo bueno se acostumbra uno pronto.
Y quien disfruta de algo bueno, o muy bueno, no suele estar dispuesto a renunciar a ello, al contrario, hace todo lo posible para defenderlo y conservarlo.
Los seres humanos nos aferramos a nuestros bienes con uñas y dientes.
Qué diferente, y por ello, sorprendente y sumamente conmovedor lo que hizo Jesús.
Dice san Pablo, en la Segunda Lectura que se proclama en Misa este Domingo de Ramos (ver Flp 2, 6-11), que “Cristo Jesús, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de Su condición divina, sino que por el contrario, se anonadó a Sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres.”
Siendo Dios, que estaba por encima del tiempo y del espacio, se sometió al tiempo y al espacio.
Siendo Dios que no tenía cuerpo, asumió un cuerpo, susceptible de sentir hambre, sed, frío, dolor; de ser golpeado, escupido, flagelado, coronado de espinas, crucificado.
Siendo Dios inmortal, asumió un cuerpo mortal y aceptó morir, entrar hasta lo más hondo, lo más oscuro e irremediable de la condición humana, para iluminarlo y ponerle remedio.
Siendo Dios, podía haberse encarnado como emperador, rey, gobernador, como alguien poderoso que estuviera por encima de todos, y en cambio tomó “la condición de siervo” hasta sus últimas consecuencias, naciendo en un pesebre, dejándose matar en una cruz.
¡¡Es inconcebible que haya querido renunciar a tanto por nosotros!!
¿Por qué cometió semejante locura?
Por amor. Sólo por amor.
Para hacernos hermanos Suyos, librarnos del pecado y de la muerte, poner Su Reino a nuestro alcance e invitarnos a disfrutar con Él la vida eterna.
Este domingo empezamos la Semana Santa, tiempo privilegiado para volver la mirada hacia el Señor y recordar y agradecer, todo lo que estuvo dispuesto a padecer para venirnos a salvar.