Desarraigo voluntario
Alejandra María Sosa Elízaga*
¿Qué te da seguridad? Reflexiónalo durante un momento.
¿En dónde, con quién sientes tranquilidad, esa sensación de que puedes, como se dice popularmente, ‘dejarte caer en blandito’?
¿Qué sitios, qué personas, qué cosas consideras indispensables para sentirte bien?
Hice esta pregunta a varias personas.
Un trabajador me dijo que lo hace sentir bien poder vivir en su país, hoy en día en que tristemente millones de personas han sido desplazadas de su patria a causa de la guerra y la persecución, o debido a que no encuentran trabajo y tienen que buscarlo en otras tierras, en las que sufren injusticias, malos tratos y nostalgia de su tierra.
Una amiga contestó que le hace sentir segura estar rodeada de familiares que la conocen y quieren tal como es, con los que sabe que puede contar en todo momento, pues lamentablemente hay mucha gente sola, abandonada, de la que sus parientes no se ocupan.
Un padre de familia me dijo que le da seguridad que por fin pudo comprar un lugar propio, que luego de vivir siempre en departamentos rentados de los que se tenían que ir cuando al casero se le ocurría, ahora él y su familia tienen un lugar que pueden llamar hogar, al que pueden regresar luego de una larga jornada y refugiarse y descansar.
Otras personas dieron respuestas más o menos parecidas que muestran que solemos poner nuestra seguridad en los lugares y gentes que nos rodean, y a los cuales no nos gustaría tener que renunciar.
Por eso llama mucho la atención lo que narra la Primera Lectura que se proclama en Misa este Segundo Domingo de Cuaresma (ver Gen 12, 1-4).
Habla acerca de algo que Dios pidió a Abram.
¿Quién era Abram?
Si leemos en la Biblia el capítulo anterior al que se proclama este domingo, descubrimos que Abram era uno de los descendientes de Noé (sí, aquel a quien Dios le mandó construir el arca para que él, su gente y sus animales se salvaran del diluvio).
Abram estaba casado con una mujer llamada Saray. Había salido de Ur, ciudad de los caldeos y se había establecido en Jarán, ciudad de Canaán, con su esposa, su papá y su sobrino Lot.
Tenía setenta y cinco años, cuando un día Dios le dijo: “Deja tu país, a tu parentela y la casa de tu padre, para ir a la tierra que Yo te mostraré”.
A la edad de Abram, ¡qué gran tentación decir: ‘no muchas gracias, ya estoy grande y así estoy bien, no quiero dejar mi tierra, ni a mis gentes ni mi hogar, quiero quedarme aquí y pasar en paz mi ancianidad’...!
¿Quién lo hubiera culpado si hubiera dicho que no?
Pero no lo dijo.
La Primera Lectura dominical concluye así: “Abram partió, como se lo había ordenado el Señor.’
¿Que quéééé? ¿No pidió tiempo para pensarlo?, ¿para consultarlo (déjame ver qué dice Saray y te contesto), ¿no dijo ni un solo ‘sí, pero’?, ¿no se le ocurrió ningún pretexto, ninguna objeción, ¿ni siquiera planteó que cuál era la prisa, que podían dejarlo para después?
No, nada de eso.
Con todos sus años a cuestas, Abram respondió a Dios que le pidió ponerse en camino, ¡poniéndose en camino! Así de simple.
Estuvo dispuesto a dejar su patria, el sitio en el que conocía las costumbres, el idioma, la comida, la gente, el paisaje que le era familiar.
Estuvo dispuesto a dejar, y a tal vez nunca volver a ver, a muchos seres queridos, con los que había convivido siempre, a los que amaba, con los que contaba, entre los cuales se sentía feliz.
Estuvo dispuesto a dejar la casa paterna, el lugar de su refugio, de su descanso, su hogar.
En una palabra, estuvo dispuesto a desarraigarse voluntariamente de todo y de todos.
¿Por qué?, ¿qué lo motivó a realizar algo tan radical?
Saber que dejaba muchísimo, sí, pero que a cambio recibiría infinitamente más.
Dios le había prometido lo que más anhelaba su corazón: descendencia, y le hizo una promesa más allá de lo que se hubiera atrevido ya no digamos a soñar, ni siquiera a esperar: no le prometió solamente que tendría un hijo, sino que sería padre de un gran pueblo.
Abram no estaba loco, no tomó una decisión descabellada o a la ligera. Supo lo que hacía. Parecía una barbaridad dejarlo todo a esa edad y marcharse a un lugar del que no sabía nada (ya me imagino la cara que puso Saray cuando se lo dijo), pero no lo era. Él tenía una seguridad: que Dios le había hecho una promesa, extraordinaria, y que Dios es siempre fiel a Sus promesas.
A nosotros también nos invita hoy Dios a desarraigarnos de aquello en lo que ponemos nuestras seguridades, para ponerlas sólo en Él.
Y no se trata de que nos vayamos a otro país o abandonemos a los parientes (aunque a más de uno dejar atrás a la suegra no le parecería nada mal), ni siquiera cambiar de casa.
Donde estamos, como dice la canción, ‘en el mismo lugar y con la misma gente’, podemos desarraigar de nosotros aquello a lo que nos aferramos, en lo que nos apoyamos, en lo que incluso nos encerramos, y tener el espíritu libre para lo que Dios mande, para lo que quiera, para lo que nos pida.
Estamos en Cuaresma, tiempo de revisar en dónde, quién o qué tenemos puesta nuestra seguridad, y preguntarnos si somos capaces de ponerla sólo en Dios, si somos capaces de dejar que nos desarraigue de nuestra comodidad, de nuestra rutina, de lo que nos permite irla pasando, instalados en nuestras costumbres, buenas y malas, sin deseos de cambiar o desapegarnos de nada.
No es fácil, solemos resistirnos a los cambios, queremos que todo siga como está, pero vale la pena desaferrarnos de todo lo que impida o incluso retarde que cumplamos la voluntad de Dios, porque como a Abram, a nosotros también Dios nos ha hecho una promesa irresistible: ser Él nuestra seguridad, nuestro sostén, no abandonarnos jamás.
Ojalá podamos hacer nuestras las palabras del Salmo dominical:
“En el Señor está nuestra esperanza,
pues Él es nuestra ayuda y nuestro amparo.
Muéstrate bondadoso con nosotros,
puesto que en Ti, Señor, hemos confiado.” (Sal 33,20).