¿Navegamos entre dos aguas?
Alejandra María Sosa Elízaga*
En la entrada del despacho de un profesionista católico hay una estatua de Buda.
En las paredes de la casa de una familia católica, abundan los posters de deidades hindúes.
Amigos católicos se envían mensajes de whats app en los que piden que se hagan determinadas cosas (prender velas, repetir ciertas oraciones, reenviar ese mensaje), para obtener desde un milagro hasta ‘algo bueno’, y, aseguran: ‘es una promesa’ (no aclaran de quién...).
Otros amigos católicos dicen que ellos no creen en esas cosas, pero reenvían esos mensajes ‘por si acaso’.
Un ministro católico acude a un centro new age a recibir una ‘terapia’ para que la supuesta serpiente de energía que anida en la base de su columna suba a su supuesto ‘tercer ojo’.
En un centro de espiritualidad católico, ofrecen yoga, clases para ‘conocer el nombre del Ángel de la Guarda’, cursos de eneagrama, de ‘milagros’, oración centrante, meditación trascendental...
Un vendedor ambulante que va diario a Misa vende llaveros de patas de conejo.
En una librería católica venden cuadernos para que niños y adultos se entretengan coloreando ‘mandalas’ hindúes.
Una guía de un taller que enseña a la gente a orar, invita a sus amigas a encomendarse al ‘ángel de la abundancia’.
Un escritor brasileño supuestamente católico, cuyos libros se venden por millones, confiesa en su autobiografía que hizo un pacto con el diablo.
Un joven católico trae colgado al cuello una cruz y además un montón de amuletos, ‘para mayor protección’.
Unos adolescentes de un colegio católico juegan a la ouija en el recreo sin que nadie les diga nada.
Una pareja de novios católicos que quiere saber si le irá bien en su matrimonio, se lo pregunta al ‘i ching’.
En una tiendita tienen una imagen de la Virgen de Guadalupe, pero también una corona de ajos, una herradura y una planta de sábila con moñitos rojos.
Una productora católica realiza un video sobre las intenciones de oración del Papa, y en la última escena pone unas manos que sostienen símbolos de diversas religiones, uno de los cuales es un crucifijo, dando a entender que Cristo es uno más, igual que todos.
Un niño católico entró a un concurso de cocina, y cuando fue elegido, recibió una cuchara de madera. En adelante, en cada reto se encomendó a su cuchara para pedirle éxito (por si quieren saberlo: perdió).
Una señora católica que es muy devota del Rosario, tiene sobre su chimenea un retrato gigante de un gurú hindú que decía que él era Jesucristo, Buda y Mahoma.
Una empleada aconseja a su patrona, que está pasando por problemas, que se ‘haga una limpia’.
Un intelectual católico difunde en sus redes sociales frases y pensamientos de famosos filósofos, psicólogos y escritores anticatólicos.
Unas amigas católicas van juntas a que les echen las cartas, les lean la mano, el café.
Un empleado católico es despedido porque gastaba mucho en llamadas telefónicas a un número que dice los horóscopos.
Un canal católico de televisión promociona una película cuyos protagonistas abandonan la fe y abrazan las creencias paganas de quienes se supone habían ido a evangelizar.
Desgraciadamente la lista podría seguir y seguir interminablemente, dando ejemplos que muestran que hay una alarmante cantidad de católicos que por una parte dicen tener fe en Dios y creer en Jesús, acuden a la iglesia y tal vez incluso participan en algún ministerio, pero por otra parte, caen en la idolatría, y no sólo confían, sino alientan a otros a confiar en piedras, pirámides, amuletos, rituales mágicos, filosofías ajenas y opuestas al cristianismo, deidades falsas, y cuanta superstición y superchería les pasa por enfrente.
En un mal entendido ecumenismo, creen que pueden navegar entre dos aguas, pero se equivocan.
En la Biblia leemos que Dios dice de Sí mismo que es un Dios celoso, que no admite que sigamos o adoremos a nadie más que a Él (ver Ex 34, 14).
Recordemos que cuando el pueblo judío atravesó el desierto durante cuarenta años, Dios dio a Moisés una serie de leyes muy estrictas para evitar que Su pueblo se mezclara con los pueblos paganos de los lugares por donde iba pasando en su camino hacia la tierra prometida. No debían ir a sus templos, adorar a sus ídolos, casarse entre sí, vamos, ni siquiera entrar a sus casas o comer todo lo que ellos comían. Puede parecer drástico, pero ayudó a preservar la fe y la identidad del pueblo, que de otro modo se hubiera diluido en el camino.
Hoy en día, tal vez necesitamos algo así, nos hace falta volver a tener muy claro que hay cosas que el mundo ofrece, que no podemos admitir, con las que no podemos coquetear, porque son opuestas a los principios cristianos, y, si les damos entrada, poco a poco, sin que nos demos cuenta, nos abrimos a un modo de pensar que nos van apartando de Dios y de Su Iglesia.
En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa, Jesús es muy enfático cuando afirma: “Nadie puede servir a dos amos.” (Mt 6,24).
Se refiere a que no se puede servir a Dios y al dinero, pero su frase tal vez podría aplicarse en este caso. No podemos decir que somos de Cristo, si Él no es nuestro único Señor.
Pidámosle que nos ayude a resistir la tentación de poner nuestra confianza en alguien o en algo más.
Que realmente vivamos, no nada más repitamos, lo que dice el Salmo que se proclama este domingo en Misa (ver Sal 62): “Sólo en Dios he puesto mi confianza”