Perdedores ganadores
Alejandra María Sosa Elízaga*
Si en una sesión de terapia te describieras como ignorante, débil, insignificante y despreciable, probablemente te diagnosticarían baja autoestima.
Si incluyeras esa descripción en tu curriculum, y se lo enseñaras a uno de esos ‘head hunters’, que andan buscando a quien contratar, te diría sin tapujos al leerla: ‘suprímela porque apesta’.
Si en una carta de recomendación dijeran eso de ti y la presentaras para solicitar trabajo, tus posibilidades de ser contratado se vendrían abajo.
En un mundo que valora hasta la exageración saber mucho y acumular títulos (aunque no siempre lo primero vaya de la mano de lo segundo, y viceversa), tener poder, dominar a otros, adquirir fama, destacar por encima de los demás, y gozar del aplauso y la admiración de la gente, eso de ser ignorante, débil, insignificante y despreciable, parece ser lo peor que le puede a uno suceder.
Y sin embargo, en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Cor 1, 26-31), así describe san Pablo a ¡los que son llamados por Dios!
Algunos tal vez se pregunten: ‘¿Les sabe algo o simplemente le caían mal?’
Quizá no pocos opinen: ‘si cree que diciendo eso va a animar a alguien a dejarse llamar por Dios, ¡necesita urgentemente una asesoría en marketing y publicidad!’
Y seguramente no falte quien crea justificada su mala opinión: que los creyentes son una bola de ignorantes y débiles, un grupo de ‘perdedores’, entre los que no se querría contar.
Pero si hubiera quienes pensaran así, estarían equivocados. Ni a Pablo le caían mal, ni tiene que cambiar de enfoque ni los que describe son lo que parece indicar su descripción.
No hay que pasar por alto que Dios no juzga como juzga el mundo, Él no valora lo que valora el mundo, y suele suceder, que “lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios” (Lc 16, 15).
Cuando Pablo habla de ignorancia, no quiere decir que no pueda haber entre los cristianos, personas con estudios, con grandes conocimientos, verdaderos sabios.
Tenemos como ejemplo los llamados ‘Padres de la Iglesia’, y ‘Doctores de la Iglesia’, personas de gran conocimiento y sabiduría. Y a lo largo de la historia, ha habido un incontable número de sacerdotes científicos que han realizado descubrimientos de gran importancia para bien de la humanidad.
Cuando habla de debilidad, no está implicando que los creyentes tengan que ser enclenques, miedosos o cobardes. Son ejemplo de fortaleza, fuera de serie, los mártires, de siglos pasados y de hoy en día, que soportaron y soportan toda clase de torturas por causa de su fe, manteniéndose firmes.
Y cuando habla de despreciados, no está dando por sentado que lo merezcan, sino dando a entender que el mundo no valora a los creyentes, porque se rige por valores muy diferentes.
San Pablo se refiere a otro tipo de ignorancia, debilidad, insignificancia y desprecio.
La ignorancia del que no cree saberlo todo, ni presume de autosuficiencia, sino consulta siempre a Dios.
La debilidad del que no cree que por sí mismo se basta y se sobra para salir adelante en la vida, sino que se reconoce necesitado de tomarse de la mano de Dios para no tropezarse ni caer o, si cae, para volver a levantarse.
La insignificancia del que no se cree mejor ni superior a otros, pues sabe reconocer que el único Grande es Dios, y se goza en sentirse pequeñito y acurrucado en la palma de Su mano.
El desprecio que se gana quien no entra en la carrera del mundo, en que todos quieren llegar primero, ven en los demás no a hermanos sino a contrincantes; consideran mensos a los mansos, tontos a los que perdonan y no ‘asertivos’ a quienes no quieren imponerse a los demás.
Por eso es encomiable ser de esos ignorantes, débiles, insignificantes y despreciados a los que se refiere san Pablo.
Y por eso vale la pena pedir a Dios que nos conceda la gracia de saber responder a Su llamado.
Para poder ser de esos ignorantes que son más sabios que los sabios del mundo, porque nos inspire la sabiduría de Dios.
De esos débiles que son más fuertes que los fuertes del mundo, porque nos sostenga el amor, la ternura y la fuerza de Dios.
De esos insignificantes, que son más grandes que los grandes del mundo, porque tengamos la dignidad inigualable de ser hijos amados del Padre.
Y de esos despreciados que son más valorados que los famosos de este mundo, porque Dios nos valore y nos llame, no a ganar una fama que termina, sino una felicidad que durará una eternidad.