Compartir la luz
Alejandra María Sosa Elízaga*
Contaba un padre amigo, que en una ocasión llevó a un pequeño grupo de muchachos de retiro.
La primera noche cada quien estaba en su cuarto cando empezó una tremenda tormenta y hubo un apagón. La oscuridad era total.
Unos ya estaban dormidos y ni se enteraron; otros decidieron dormirse; varios se quedaron inmóviles, tratando acostumbrarse a la oscuridad; algunos se dispusieron a sentarse a esperar, aburridos, que regresara la luz; y hubo hasta quien se quemó los dedos prendiendo cerillo tras cerillo, tratando inútilmente de alumbrarse.
En eso, los que estaban despiertos vieron luz por debajo de la puerta. La abrieron. Era el padre, que pasaba por el pasillo llevando un candelabro.
Lo siguieron hasta una salita, y como nadie quería regresarse a su cuarto a oscuras, se quedaron a platicar.
Pasaron horas, conversando, riendo, contando anécdotas, en un ambiente acogedor a la luz de las velas.
Y cuando ya cada uno se fue a dormir, el padre les compartió las velas del candelabro, para que pudieran tener luz en su cuarto.
Decía que ese apagón fue una bendición, porque les permitió que cada uno saliera de su aislamiento y compartiera algo de sí mismo con los demás.
Recordaba esta anécdota, al leer la Primera Lectura que se proclama en Misa este Domingo de Epifanía en Misa )ver Is 60, 1-6).
Empieza diciendo: “Levántate y resplandece, Jerusalén, porque ha llegado tu luz y la gloria del Señor alborea sobre ti”.
El profeta invita a Jerusalén a levantarse y resplandecer porque el Señor la ilumina.
Y esa invitación bien puede ir dirigida también a nosotros.
Durante el Adviento, estuvimos caminando de la oscuridad a la claridad. En Navidad se cumplió lo anunciado por el profeta: “sobre los que vivían en tierra de sombras, una gran luz resplandeció” (Is 9,1)”.
Nació Aquel que es la Luz que “brilla en las tinieblas” (Jn 1, 5).
Nosotros recibimos Su Luz.
Dice Isaías: “Mira: las tinieblas cubren la tierra y espesa niebla envuelve a los pueblos; pero sobre ti resplandece el Señor y en ti se manifiesta su gloria.”
Hay un tremendo contraste entre quien vive nvuelto en la oscuridad y la niebla, y quien vive iluminado por el Señor, pero dicho contraste no es motivo de vanagloria, sino que conlleva una responsabilidad, la de responder al llamado que planteó al inicio: “¡Levántate y resplandece!”, es decir, ¡comunica la luz que has recibido, no te quedes inmóvil, sólo gozándola, ¡compártela!
Dice el profeta: “Caminarán los pueblos a tu luz...”
Gracias a la luz que tú compartas, quien viva envuelto en nieblas y tinieblas, podrá dejarlas atrás.
Así como sucedió en aquel retiro, sucede a mucha gente, en relación con su percepción de la vida y su relación con Dios.
Hay quienes viven como dormidos, sin enterarse de que están en la oscuridad.
Hay quienes tratan de adaptarse a ella.
Hay quienes se resignan a quedarse como está, aburriéndose de la vida.
Pero hay también, y son los más, que quieren salir de la oscuridada, y estarían felices de contar con una luz que pueda romper su oscuridad, su inmovilidad, su miedo, su soledad.
Por ellos es que nos hace a nosotros el profeta ese llamado: “¡Levántate y resplandece!”
Resplandece con la alegría de Dios, para que puedas consolar al que está triste. Tu sonrisa puede ser la única que reciba en todo el día; tal vez ni en casa ni en la oficina le sonrían.
Resplandece con la paz de Dios, para que puedas serenar al angustiado. Escúchalo. Pregúntale. ‘¿cómo estás?’, pero no en ese tono de ‘pregunta de cajón’ que espera la respuesta de cajón de ‘bien, gracias’, sino mirándole a los ojos, con genuino interés de saber. Tal vez ni su familia ni sus amigos se lo preguntan más.
Resplandece con el amor de Dios, para que puedas hacer ayudar a alguien a descubrirse amado, perdonado, acogido, abrazado por Él.
Y que como las velas que repartió aquel padre, la luz de Dios que tú compartas anime a otros, a muchos, a dejar atrás la oscuridad y a dejarse alumbrar, no ya por tu resplandor, sino directamente, por la luz de su encuentro personal con el Señor.