Imposibles posibles (tercera de cuatro partes)
Alejandra María Sosa Elízaga*
“Regocíjate, yermo sediento. Que se alegre el desierto y se cubra de flores...”
¿Que es un yermo? El diccionario lo define como: ‘terreno inhabitado, no cultivado’.
Y ¿qué dice respecto a un desierto? Que es un ‘terreno arenoso, pedregoso, en el que no hay, o es muy escasa, la vegetación’.
Como quien dice, se trata de dos lugares bastante inhóspitos, de los que francamente no cabe esperar ni regocijo ni alegría.
Entonces, ¿por qué en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Is 35, 1-6.10), el profeta Isaías empieza invitando a un yermo sin agua a regocijarse, y a un desierto a alegrarse?
¿Es una broma?, ¿una especie de burla cruel que propone lo que no puede ser?
No.
Es otro de esos ‘imposibles’ que Dios puede hacer posible.
Sólo Él tiene el poder de hacer brotar manantiales en un yermo y flores en un desierto.
Un poco más adelante, en el mismo libro del profeta Isaías, Dios promete renovarlo todo, poner ríos en el páramo, agua en el desierto (ver Is 43, 19-21).
Consideremos lo que esto significa para nosotros desde un punto de vista espiritual.
Todos tenemos en nuestro interior un yermo sediento, es decir, un anhelo, un ansia de algo, tal vez de amor, de comprensión, de perdón, de paz interior, de amistad, de solidaridad, que ha quedado sin saciar.
Y vamos por la vida tratando inútilmente de saciarlo, sea con gente o con cosas, pero una y otra vez quedamos defraudados.
Tenemos también desiertos, en los que no creemos que pueda florecer nada, quizá actitudes, modos de ser, de reaccionar, resecos, áridos, a los que ya nos resignamos, en lo que no creemos que no pueda ya brotar ni un poquito de alegría, paciencia, misericordia, bondad, humildad...
Pero Dios es capaz de transformar radicalmente las cosas, sea que cambie las situaciones o nos ayude a cambiar la manera como reaccionamos ante ellas.
Y, con Su gracia, podemos dejar de ser personas estériles, agobiadas, desanimadas, y recuperar las ganas de luchar, tal vez por ese matrimonio que se está yendo a pique; por ese hijo que está yendo por mal camino; por esa situación en la familia, en el trabajo, en el apostolado, que se ha complicado demasiado.
Y una vez que permitimos que el Señor transforme nuestro imposible en posible, empiezan a cambiar otros imposibles a nuestro alrededor.
Nuestro testimonio puede motivar a otros a confiar también en que Dios puede intervenir en sus vidas y renovarlas por completo, transformarlas para bien.
De ahí que nos invite el profeta a dar ánimo a los de “manos cansadas...rodillas vacilantes...corazón apocado”, y anuncie lo que de ello resultará: “Se iluminarán entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará...”
En la medida que dejemos que el Señor transforme nuestros yermos, nuestros desiertos interiores, para que florezca todo aquello que pensábamos que jamás podría brotar allí, podremos comunicar a otros, con palabras, pero sobre todo con obras, que hay razones para tener ánimo, para tener esperanza.
Y entonces las manos cansadas, que no se tendían a los otros, se fortalecerán; las rodillas vacilantes, de los que no sabían hacia dónde encaminar sus pasos, se afianzarán. Los de corazón apocado, que habían perdido la esperanza, la recuperarán.
Se iluminarán los ojos de los ciegos, que eran incapaces de descubrir a Jesús presente en sus vidas; se abrirán los oídos de los que estaban sordos a Su Palabra; saltarán los cojos, que eran incapaces de ir al encuentro de los demás; las lenguas de los mudos que no podían alabar a Dios, cantarán Sus maravillas.
En este Tercer Domingo de Adviento, conocido como ‘Domingo de la Alegría’ o Domingo Gaudete’ (gaudete significa: ‘alegraos’), se nos invita a regocijarnos porque el Señor que viene a salvarnos, a liberarnos, está cada vez más cerca.
Como el enfermo que ha pasado muchos días en un hospital y ya va a ser dado de alta, y espera atento a oír los pasos de sus familiares que vienen por él; como el preso que lleva mucho tiempo encerrado, y sabe que ya saldrá y ansía escuchar el ruido de cerrojos que se abren conforme se aproximan a su celda los que lo conducirán afuera, a la libertad, también nosotros nos llenamos de emoción y de gozo, ante los pasos que resuenan cada vez más próximos, los del Señor que llega sin tardanza. Viene a rescatarnos, a alegrarnos saciando la sed de nuestro yermo, cubriendo de flores nuestro desierto, colmando nuestra esperanza.