La respuesta de Dios
Alejandra María Sosa Elízaga*
‘Si Dios te permitiera que lo entrevistaras y le hicieras una sola pregunta, ¿qué le preguntarías?’
Ante esta posibilidad, la gente sale con toda clase de ocurrencias, algunas conmovedoras, otras chuscas, pero hay una en la que, con variantes, muchos coinciden: le cuestionarían el por qué de una situación difícil que han vivido o que están viviendo, le preguntarían: ¿cómo es posible que, pudiendo impedirlo por ser Todopoderoso, la permitieras?
Mucha gente culpa a Dios por todo lo malo, habido y por haber.
Al parecer imaginan que se la pasa en el cielo, viendo hacia abajo, ideando a quién enviarle alguna desgracia, sólo por entretenerse en algo.
Pero Dios no es así.
Y hacerle semejante pregunta sólo demostraría dos cosas: la primera, que no hemos comprendido que nosotros somos creaturas, limitadas por el tiempo y el espacio, y no podemos pretender conocer o entender los designios de Dios, porque nos sobrepasan totalmente.
En la extraordinaria entrevista que Benedicto XVI concedió recientemente a Peter Seewald, y que aparece en su nuevo libro ‘Last Testament: in his own words’ (quién sabe cómo le van a poner de título en la edición en castellano, pero la traducción literal es: ‘El último testamento: en sus propias palabras’), dice el Papa emérito que cuando uno no entiende algo de Dios, por ejemplo, cierto texto de la Sagrada Escritura, debe recordar que uno es demasiado pequeño, que no se supone que deba entenderlo todo.
Tiene razón. Aquí sucede como cuando un nene le hace a su papá una pregunta y éste le contesta diciéndole: ‘todavía estás muy chico para entender esto, lo entenderás algún día’.
Igual nos podría decir Dios: ‘todavía no podrías entender lo que me estás preguntando, lo entenderás algún día.’
La segunda cosa que demuestra querer hacerle esa pregunta a Dios, es cierta falta de confianza en que Él hace todo para bien.
Preguntarle por qué hace algo, da a entender que cabría esperar una respuesta distinta, pero no la hay. Dios siempre hace todo para bien.
Lo deja claro en la afirmación que nos presenta la Antífona de Entrada de la Misa dominical.
Es una pena que probablemente a mucha gente le pasará desapercibida, pues como en domingo suele haber canto de entrada, éste sustituye dicha Antífona.
Pero vale la pena prestarle atención, porque en ella Dios revela Su verdadera intención:
“Yo tengo designios de paz, no de aflicción”.
El texto bíblico de donde está tomada es tan bello, que vale la pena citarlo completo:
“Qué bien me sé los pensamientos que pienso sobre vosotros, palabra del Señor, pensamientos de paz, y no de desgracia;, de daros un porvenir de esperanza.
Me invocaréis y vendréis a rogarme, y Yo os escucharé.
Me buscaréis y me encontraréis cuando me solicitéis de todo corazón; me dejaré encontrar de vosotros, palabra del Señor...” (Jer 29, 11-14a).
Aquel en quien no hay engaño, nos está diciendo lo que realmente tiene pensado para nosotros, lo que hay en Su corazón, lo que anhela darnos: paz, no aflicción; un porvenir que nos llene de esperanza.
En el citado libro, afirma Benedicto XVI: “cuando uno dice: ‘¿cómo puede un Dios amoroso permitir eso? ...Entonces uno debe mantener firmemente, en fe, que Él sabe lo que es mejor”.
Para todos nuestros cuestionamientos, Dios tiene una sola respuesta y nos la da a cada instante, en cada oportunidad, a través de Su Palabra, de los Sacramentos, de la comunidad: que nos ama; que por amor nos creó y por amor nos mantiene en la palma de Su mano, y que todo lo hace y lo permite buscando un único objetivo: que nos deshagamos de apegos, de ataduras, de todo lo que nos sobre o estorbe para alcanzar la santidad, porque quiere pasar con nosotros la eternidad.