¿Dignos o indignos?
Alejandra María Sosa Elízaga*
‘¿Quién los entiende?’, preguntaba una amiga, desconcertada por la aparente contradicción de que por una parte, hablemos de la gran dignidad que tenemos como hijos de Dios, y, por otra parte, nos reconozcamos indignos del amor de Dios, de todos los dones que nos da, y de la salvación que nos ofrece . ‘Por fin, ¿somos dignos o somos indignos?’, cuestionaba.
Habría que responder como decimos popularmente en México: ‘asegún’, es decir, depende de lo que se entienda por ‘digno’, y en cuestiones de fe, cabría entenderlo, al menos de dos modos.
Por una parte, ‘digno’ significa que posee ‘dignidad’, que es definida por el diccionario como ‘valor’, y en cristiano, se entiende esa ‘dignidad’, como el valor que tiene un ser humano por haber sido creado por Dios, a imagen y semejanza Suya, y, cuando se trata de un bautizado, el valor que tiene como hijo de Dios.
Por eso los católicos consideramos que todos los seres humanos poseen una dignidad que no depende ni de las circunstancias, ni de quienes los rodean, ni de su conciencia, salud, condiciones de vida, cualidades o defectos.
Y por eso defendemos la vida del ser humano desde su concepción hasta su fin natural, independientemente de que sus padres hayan o no querido concebirlo, o viva en circunstancias difíciles, o padezca alguna enfermedad que lo prive de sus facultades. Su dignidad es irrenunciable, irremplazable, inalienable, le viene de Dios.
Por otra parte, ‘digno’ también significa ‘merecedor’.
Y es así como se entiende cuando decimos que no somos dignos de lo que Dios nos da.
Queremos decir que no lo merecemos, que no hicimos ningún ‘mérito’ para que Él nos regalara la existencia, nos colmara de dones y bendiciones, entregara Su vida para salvarnos y nos invitara a pasar con Él la eternidad.
Así se entiende también cuando decimos que no somos dignos de Su perdón, de Su amor, que no somos dignos de recibirlo en la Eucaristía (de hecho lo decimos justamente antes de comulgar).
No es falsa modestia ni baja autoestima, es simplemente un reconocimiento de que todo, absolutamente todo lo que somos y tenemos, nos viene de Dios por pura gracia Suya, por pura misericordia, lo cual ha de movernos a captar y agradecer Su generosidad y bondad, y a tratar de corresponder, en la medida de nuestras posibilidades, para mostrarle nuestro gozoso agradecimiento, y que no echamos en saco roto lo que nos da.
Es el sentido que le da san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama en Misa este domingo (ver 2Tes 1, 11-2,2), cuando dice: “Oramos siempre por ustedes, para que Dios los haga dignos de la vocación a la que los ha llamado”.
En otras palabras nos está diciendo: sin que lo merecieran, Dios los ha llamado, les ha dado una vocación; pedimos por ustedes para que se hagan merecedores de ese regalo, para que lo ejerzan, lo aprovechen, lo hagan fructificar.
El punto de reconocernos indignos no es ir a llorar a un rincón sintiéndonos menospreciados, todo lo contrario, es sabernos incondicionalmente amados, y gozarnos en la certeza de que el amor de Dios no depende de nuestros méritos, y por eso no podemos perderlo.
En uno de mis textos favoritos de la Sagrada Escritura, que me gusta leer y releer porque es un maravilloso consuelo para el alma dice el Señor: “los amaré aunque no lo merezcan” (Os 14, 4).
Como se ve, no es una contradicción decir que somos, a la vez, dignos e indignos.
Somos dignos, porque tenemos la dignidad de ser hijos de Dios, y somos indignos, porque no hay nada que pudiéramos hacer para merecer Su amor y la salvación. Y hemos de recibirlos, disfrutarlos, aprovecharlos y agradecerlos con la conciencia de no merecerlos, de que son puro don.