Orar, no sólo protestar
Alejandra María Sosa Elízaga*
No sé si tú conozcas a alguno, pero en este momento no puedo recordar a ningún político que no haya sido juzgado, cuestionado, criticado, caricaturizado, ridiculizado, atacado, incluso odiado.
Y lo mismo en un taxi que en una sobremesa familiar, en un café con amigos o en el receso de una jornada laboral o parroquial, no tarda en salir el tema de las últimas decisiones, declaraciones o acciones de algún importante funcionario, que muestran su prepotencia, ignorancia o indiferencia hacia las necesidades de quienes está llamado a servir, y por ello provocan justificadamente mucha molestia e indignación.
Pero ojalá provocaran también mucha oración.
En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Tim 2, 1-8), pide san Pablo: “Te ruego, hermano, que ante todo se hagan oraciones, plegarias, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, y en particular, por los jefes de Estado y las demás autoridades”
El apóstol invita a orar por todos, pero en especial por quienes tienen autoridad.
¿Por qué? Porque cuando se tiene poder, se tiene siempre la tentación de abusar de él.
Y mientras más alto sea el cargo de quien toma malas decisiones, se ven afectadas más y más personas.
Y si alguien se pregunta, ¿para qué orar por los gobernantes?, ¿qué caso tiene? Le responde san Pablo: “para que podamos llevar una vida tranquila y en paz, entregada a Dios y respetable en todo sentido.”
Esta respuesta da a entender que la oración tiene un gran poder. Puede transformar personas y circunstancias que creíamos incapaces de cambiar.
Y es que por nosotros mismos, nada podemos, necesitamos ponernos en manos del Todopoderoso, el único capaz de tocar corazones y modificar situaciones.
Dice san Pablo que orar “es bueno y agradable a Dios, pues Él quiere que todos los hombres se salven y todos lleguen al conocimiento de la verdad...”
Es interesante lo que afirma el apóstol.
Primero, que a Dios le agrada que oremos por los gobernantes.
Ya eso sólo bastaría para que lo hagamos.
Segundo, da a entender que orar por otros trae al menos dos muy positivas consecuencias: por una parte, ayuda a su salvación, es decir, pide la gracia divina para rescatar a la persona de todo aquello que la ata: sus pecados, sus apegos desordenados, su desmedido afán de dinero y de poder, etc. para que pueda pasar, de ser esclava de este mundo, a gozar de la libertad de que disfrutan los hijos de Dios.
Y por otra parte, ayuda a que la persona pueda conocer la verdad, a que no se deje engañar por un mundo que promueve como bueno lo malo y como malo lo bueno, sino que sepa ver cuál es el camino recto, el perfecto, el que agrada a Dios.
¡Qué diferente resultado se obtendría si en lugar de limitarnos a protestar por lo que hacen las autoridades, oráramos por ellas!
Si al escuchar en la radio, leer en el diario o ver en el noticiero de la televisión, noticias que nos indignan y escandalizan, no nos conformemos con decir: ‘¡estos me tienen hasta la coronilla!’, sino mejor ¡recemos la Coronilla!, ¡sí!, la de la Divina Misericordia, cuyo rezo obtiene grandes gracias, según lo prometió Jesús a santa Faustina.
Si en cada marcha, cada mitin, cada plantón, no sólo se corearan consignas, sino se rezaran Padrenuestros y Avemarías, ¡qué potencia adquiriría esa manifestación!
Cuando las cosas no vayan bien, hagamos lo que podamos para que cambien, pero entre tanto, no ganamos nada con repelar, ¡pongámonos a orar!