Por la fe
Alejandra María Sosa Elízaga*
Si hubiera una lista de ‘quién es quién’ de personajes importantísimos en la Biblia, sería ésta, que se empieza a leer en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Heb 11, 1-2.8-19).
Desde el principio va mencionando nombres de gente sobresaliente, pero no pensemos que la menciona porque ésta se haya destacado por su riqueza, su poder o alguna otra de las características que en nuestro mundo son motivo de fama y admiración, no. Las personas mencionadas aquí se destacaron todas por una sola y una misma cosa: por su fe.
Y ¿qué es la fe?
Desde luego no es simplemente creer que Dios existe y ya.
No basta sólo tener fe entendida como una idea, una noción que se queda en la mente, pero no baja al corazón.
Dice el apóstol Santiago que también los demonios creen que Dios existe (ver Stg 2, 19), y eso no provoca en ellos ningún cambio, ninguna diferencia.
La fe es mucho más que una idea, es una actitud.
Si hubiera que dar una definición brevísima, podría decirse que la fe consiste en decir sí a Dios. Sí con la mente, con el corazón, con la voluntad, con la propia conducta.
Y como Dios nos creó por amor, nos amó primero, nos ‘primereó’, diría el Papa Francisco, la fe consiste sobre todo en decirle sí al amor de Dios, que nos rescata del pecado, que nos libra del mal, que nos invita a ser plenos amando como Él nos ama.
Si tener fe consistiera sólo en creer que Dios existe, no podríamos pedir, como le pidieron a Jesús los apóstoles: “¡auméntanos la fe!” (Lc 17, 5), pues si ya creemos que Dios existe, ¿cómo podríamos creer más?, pedir un aumento de fe no tendría sentido.
Pero como la fe consiste en decirle sí a Dios, podemos pedirle que nos aumente la fe, es decir que nos ayude a estar cada vez más dispuestos a cumplir Su voluntad, a disminuir, hasta desterrar, áreas en nuestra existencia en donde no le permitamos reinar.
Y por supuesto hemos de poner de nuestra parte: seremos capaces de darle un mayor sí, en la medida en que lo conozcamos más, confiemos más en Él, estemos más cerca de Él, y eso se consigue con la lectura y reflexión de la Palabra, con la oración, con la participación en los Sacramentos, con la realización de obras en favor de los demás.
En la Carta a los Hebreos aparece la lista de creyentes que obraron maravillas porque supieron abrirse totalmente a la voluntad de Dios, y se nos hace notar que cada uno lo logró por la fe.
La lista, que inicia con Abel, el hijo de Adán, e incluye, entre otros, a Abraham y a Moisés, contiene solo nombres de gente notable del Antiguo Testamento. Pero bien podríamos añadirle nombres del Nuevo Testamento.
Por ejemplo, María, que por la fe dijo sí al anuncio del Ángel, aunque no recibió mayor explicación ni un ‘manual de la Madre de Dios’.
José, que por la fe aceptó ser el padre adoptivo del Hijo de Dios; los apóstoles, que por la fe lo dejaron todo por seguir a Jesús.
Pedro, que por la fe echó de nuevo las redes a pesar de que había bogado en balde toda la noche; y por la fe recibió la encomienda de ser la piedra sobre la que el Señor edificó Su Iglesia.
Juan el Bautista, Santiago, Esteban, Pablo, y tantos otros que por la fe aceptaron gozosos dar su vida por Cristo.
Y todavía esta lista seguiría quedándose corta.
Faltaría añadir a incontables hombres y mujeres que a lo largo de siglos, se han dejado mover, motivar, por la fe, y tantos otros, desgraciadamente demasiados hoy en día, que están siendo despojados de sus casas, de sus bienes, son amenazados, torturados, exiliados, y por la fe no pierden la esperanza, la paz, la capacidad de amar y de perdonar.
Y a estas alturas, tendríamos que considerar también lo siguiente: Si el autor de la Carta a los Hebreos, que escribe una y otra vez: por la fe, fulano hizo esto, por la fe, perengana hizo esto otro’, estuviera escribiendo sobre nosotros, ¿qué diría?, ¿que ejemplo podría citar?, ¿qué hemos hecho o estamos haciendo “por la fe”?
Preguntémonos: ¿cómo anda nuestra fe?, ¿qué tan grande es?, ¿a qué nos mueve?, ¿mueve montañas?
Tal vez muchos respondan desanimados que no, que no tienen una fe como la de Noé, que se puso a edificar el arca cuando ¡todavía ni llovía!, y seguramente soportó por ello burlas y críticas.
Que tampoco es como la de Abraham, que siendo ya un anciano que podía estar soñando con quedarse reposando y comiendo ‘chopitas’, por la fe se atrevió a dejarlo todo e irse a la tierra prometida; por la fe le creyó a Dios que le prometió darle una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo, y cuando Dios probó su fidelidad, por la fe estuvo dispuesto a sacrificar aun a su propio hijo, con tal de cumplir la divina voluntad.
Y que mucho menos es como la de Moisés, que por la fe, se dejó enviar, tartamudo e impreparado, a liderear un pueblo entero para sacarlo de la esclavitud.
Pero no nos desanimemos pensando que no hemos hecho nada grandioso como esos héroes de la Historia Sagrada.
A nuestro modo, en la medida de nuestras posibilidades, también realizamos acciones que marcan una gran diferencia en nuestra vida, que hacen de nuestra historia, una historia sagrada.
La madre de familia que por la fe, hace el esfuerzo, mejor dicho la hazaña, de tener a sus hijos arregladitos, desayunados y listos para llegar a tiempo a Misa cada domingo; ese joven que por la fe es capaz de faltar al fiestón con los amigos, e irse en cambio a un retiro; esa muchacha que por la fe se atreve a ostentarse como católica en un ambiente hostil, aun sabiendo que será criticada y atacada; esa abuelita que por la fe no se cansa de rezar Rosarios por sus nietos alejados; ese señor que por la fe, es capaz de perdonar lo imperdonable, o resistir la tentación de robar, para equilibrar el presupuesto familiar, o sabe devolverle a alguien bien por mal; esa persona enferma que por la fe acepta con serenidad su sufrimiento y se lo ofrece a Dios; esos deudos que por la fe enfrentan con paz el dolor por la pérdida de un ser amado, confiando en volverlo a ver un día en el cielo.
Lo que hacemos por la fe tal vez no aparecerá en los encabezados de los periódicos, pero transforma nuestra vida y la de quienes nos rodean, y no pasa desapercibida para Dios, que fue quien nos dio esa fe como un regalo, nos ayuda a incrementarlo, y valora y sostiene nuestro esfuerzo por aprovecharlo.