Otras miras
Alejandra María Sosa Elízaga*
Así a primera vista podría uno pensar que el que escribió eso estaba ‘depre’, y por eso afirma que “todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión”.
Pero éste es uno de esos domingos en que se da una feliz ‘diocidencia’, y todas las Lecturas que se proclaman en Misa aportan un pedacito de un mismo mensaje, como piezas de un rompecabezas que al irse embonando unas con otras permiten ver el cuadro en su conjunto.
Y visto así, el mensaje está lejos de ser desalentador.
La Primera Lectura (ver Ecle 1,2; 2, 21-23) plantea que por más que alguien se agote trabajando, “tiene que dejárselo todo a otro que no lo trabajó”. Y no lo dice para que nadie se esfuerce en edificar un patrimonio que heredar a sus hijos, es más bien una invitación a ser siempre conscientes de que esta vida es pasajera, y no siempre se disfruta aquí, lo que aquí se sembró, así que no hay que enfocar todos los esfuerzos sólo a trabajar para este mundo que se acaba.
El Salmo (Sal 89 en la Liturgia, 90 en la Biblia), responde a la Lectura recordándonos que “nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y florece en la mañana, y por la tarde se marchita y se seca”.
Y pide a Dios: “Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”.
Claro, porque cuando se comprende que en esta vida estamos de paso, que no es la definitiva, que no estamos destinados a quedarnos aquí, entonces necesariamente tenemos que volvernos más sabios, ajustar nuestras prioridades, no vivir buscando acumular bienes materiales, no vivir como si nunca fuéramos a morir, como si nunca fuéramos a entregarle cuentas a Dios de lo que somos y tenemos.
En la Segunda Lectura (ver Col 3, 1-5.9-11), san Pablo lo expresa más claramente: “Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra”.
La Aclamación antes del Evangelio (mejor conocida como el ‘Aleluya’), sigue con el tema, recordándonos una de las bienaventuranzas que dijo Jesús: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”, que nos invita a tener espíritu de pobreza, es decir, a no estar apegados a los bienes, a no ser avariciosos, a no aferrarnos a lo material.
Y el Evangelio (ver Lc 12, 13-21), cierra con broche de oro, con la parábola que Jesús contó acerca de un hombre que obtuvo una gran cosecha y se dispuso a guardarla y a darse la gran vida, creyendo que tendría mucho tiempo para disfrutarla, pero murió esa misma noche.
No se le ocurrió compartirla, la quiso toda para él solo, y al final, sólo consiguió desperdiciarla.
Jesús concluyó advirtiendo que así sucede a quien “amontona riquezas para sí mismo, y no se hace rico de lo que vale ante Dios”.
Mensaje fuerte y claro el de este domingo: somos peregrinos en este mundo, hay que ir por la vida lo más ligeros que podamos, desapegándonos continuamente de las cargas que pueden aminorar o detener nuestros pasos (bienes materiales, egoísmos, rencores, pecados, malos hábitos, etc.) y buscando en cambio acumular los tesoros que cuentan en el cielo (amor, virtudes, obras de misericordia, etc.), que es lo único que no es vana ilusión, porque podremos disfrutar sus frutos para siempre.
Y ya puestos a apreciar las ‘diocidencias’, hay otra más:
Este domingo celebramos a san Ignacio de Loyola, un santo extraordinario, que en sus ejercicios espirituales sienta las bases que deberían normar nuestra vida: no desear más riqueza que pobreza, más salud que enfermedad, una vida larga o corta, sino sólo aquello que sea para mayor gloria de Dios, bien nuestro y de nuestros hermanos.
La Liturgia de la Palabra y san Ignacio, nos dejan una invitación: vivir en este mundo, con otras miras, sin perder la perspectiva, la prioridad, nuestro horizonte de eternidad.